Por Armando Maya Castro
Mucha tinta ha corrido ya
sobre la laicidad del Estado, y el tema sigue sin ser comprendido por varios
políticos y gobernantes mexicanos. Me refiero a esos que, habiendo jurado
cumplir y hacer cumplir la Constitución Política de los Estados Unidos y las
leyes que de ella emanan, no cesan de atropellar al Estado laico con sus
declaraciones y acciones en favor de la iglesia mayoritaria.
Algunos de esos políticos
aseguran tener pleno conocimiento del tema. Sin embargo, su insolente
inclinación hacia el catolicismo los evidencia ante la sociedad como neófitos en
la materia, o –peor aún– como enemigos de la laicidad. La preferencia de éstos indica
que en México se está dando un proceso de regresión, lo que obliga a redoblar
esfuerzos en defensa del Estado laico.
Nuestro país está
urgido de políticos capaces de comprender que el Estado no puede comprometer
recursos para cumplir los proyectos de asistencia social que llevan a cabo determinados
grupos religiosos. Nadie cuestiona la importancia y nobleza de estas acciones,
pero estará de acuerdo conmigo que la asistencia social del Estado debe darse
con estricto apego a la ley, respetando en todo momento el principio histórico de
separación del Estado y las iglesias.
Me parece una
contradicción que algunos gobernantes hayan prometido en sus campañas
electorales mantener una actitud de respeto y defensa hacia el Estado laico, y que
más tarde, ya en el ejercicio de sus funciones, se les vea destinando partidas
millonarias a ciertas congregaciones religiosas para la puesta en marcha de
determinados programas de asistencia social.
Seré específico: contra lo que establece nuestra Carta Magna, el DIF
Nacional destinó casi 13 millones de pesos para la ampliación y equipamiento de
un Centro de Atención a Niñas y Adolescentes Embarazadas, cuyas instalaciones
–recién inauguradas– se sitúan en la colonia Constitución de Zapopan, Jalisco,
dentro del Instituto Médico Social “El Refugio”, operado por una congregación
de monjas franciscanas.
Durante la inauguración de dicho centro, la presidenta del Consejo
Consultivo del Sistema DIF Nacional, Angélica Rivera de Peña, señaló: "Me
da mucho gusto ayudar a las mujeres embarazadas en esta etapa tan bonita y tan
difícil en su vida, porque lo que necesitan en este momento es apoyo,
orientación y compañía; aquí las vamos a cuidar, las vamos a proteger, para que
se puedan sentir queridas y sobre todo, que ellas sepan que no se encuentran solas"
(El Informador, 5 de marzo de 2014).
Nadie en su sano juicio
cuestiona las bondades de este tipo de programas sociales, pero debe quedar
claro que en un Estado laico estas actividades se deben realizar bajo el marco
de la ley y al margen del quehacer eclesial. No digo ni sugiero que las
iglesias suspendan su trabajo de asistencia social, sino que lo realicen con
las donaciones que captan de sus fieles y de los diferentes grupos y personas
que se identifican y simpatizan con su labor.
Este ilegal proceder no
es nuevo en nuestro país. Se acordará usted, estimado lector, que durante el
sexenio de Felipe Calderón Hinojosa abundaron este tipo de prácticas
violatorias de la ley. En ese tiempo, la Secretaría de Gobernación (Segob) entregó
413 mil 840 pesos en diversos bienes a los Hermanos Misioneros de la Caridad, una
orden fundada por Teresa de Calcuta para asistir a enfermos mentales en
condición de calle (La Jornada, 15 de
julio de 2009).
Este atropello no lo
cometió cualquier institución del Estado; lo perpetró la Segob, la instancia
encargada de "vigilar el cumplimiento de las disposiciones
constitucionales y legales en materia de culto público, iglesias, agrupaciones
y asociaciones religiosas". Así de grave.
Es evidente que varios
actores de la clase política mexicana desean ardientemente el retorno del
Estado confesional. Lo desean los gobernadores que han consagrado sus entidades
al Sagrado Corazón de Jesús, las autoridades que han destinado partidas
millonarias para apoyar el trabajo asistencial de la Iglesia católica, los
funcionarios que han facilitado al clero católico dinero, inmuebles y terrenos,
así como aquellos legisladores que promueven y aprueban reformas
constitucionales que favorecen los intereses de la jerarquía católica.
Son los ciudadanos los que no quieren el retorno del Estado confesional, el cual considera que determinada religión es la única válida, por lo que se identifica con ella, la protege y la difunde entre la ciudadanía. Los amantes de las libertades y del respeto a los derechos humanos no desean su retorno porque en la vigencia del Estado confesional se discrimina a quienes no profesan un credo religioso, así como a quienes tienen una creencia religiosa que diverge de la que el Estado considera válida. No se equivoca Óscar Celador Angón cuando sostiene que “La confesionalidad del Estado supone la quiebra del principio de igualdad entre los individuos, ya que los únicos que van a disfrutar de libertad religiosa son aquellos que practican la religión oficial, mientras que los demás, bien serán objeto de persecución por sus creencias, bien podrán disfrutar de cierta tolerancia religiosa o incluso de libertad religiosa, pero siempre limitada por la religión oficial”. Más claro, ni el agua.
No hay comentarios:
Publicar un comentario