Por Armando Maya Castro
El pasado jueves
se cumplieron 69 años del fallecimiento de Annelies Marie Frank Hollander, conocida
mundialmente desde la publicación de su famoso diario, en el que relata la historia
de más de dos años de encierro que vivió junto a su familia durante la
ocupación nazi en Holanda.
Ana Frank, como todo mundo la
conoce, nació en Frankfurt, Alemania, el 12 de junio de 1929. Cuando los nazis comenzaron
a perseguir judíos, la familia de la adolescente se exilió en Ámsterdam. Su
escondite –al que tiempo después llegó
la familia Van Daan– fue la parte trasera de una casa oculta por una estantería
giratoria.
El 4 de agosto
de 1944, los ocho ocupantes de ese refugio fueron arrestados por la Grüne
Polizei, la policía auxiliar holandesa que por aquellos años comenzó a practicar
“razzias” (redadas) en algunas áreas de las ciudades importantes como
Ámsterdam, obligando a los judíos a salir de sus casas. La adolescente murió de
tifoidea el 12 de marzo de 1945, en el campo de concentración de Bergen-Belsen,
cuando tenía 15 años de edad.
La angustia de
esta adolescente y de sus familiares fue experimentada por varias familias
judías de la época, las cuales buscaban ponerse fuera del alcance de la
brutalidad nazi, causante de la muerte de poco más de 6 millones de judíos
durante la segunda guerra mundial.
El escritor Carlos Golberg relata
que las dos familias “fueron desmembradas y enviadas a distintos campos de
concentración. El diario, con sus hojas desparramadas por el piso, fue
recuperado y guardado por dos de los fieles holandeses que habían protegido a
los Frank, pero nadie pudo evitar que Ana fuera enviada a Auschwitz el 2 de
septiembre de 1944. Luego los prisioneros fueron separados por sexo, y Ana no
volvió a ver nunca más a su padre". El autor antes mencionado nos dice que
Ana "fue apartada del grupo destinado a ser ejecutado, siendo forzada a
desnudarse para ser desinfectada. Le raparon el cabello y le tatuaron una
cifra, para clasificarla y demostrarle que, a despecho de su diario y de sus
sueños, que eran los de cualquier muchacha de la época, para los profetas del
odio no era más que un número" (Carlos Golberg, Cazando hienas: Simón Wiesenthal, el Mossad y los crminales de guerra,
Lectorum, 2010, México, D. F., p. 109).
El antisemitismo,
definido como el “conjunto de sentimientos, prejuicios, ideologías y prácticas
xenófobas contra los judíos”, cometió sus primeros excesos en el siglo IV de
nuestra era, luego de que el catolicismo fuera oficializado como religión del
Imperio romano. Esta oficialización comenzó a gestarse con el Edicto de Milán, promulgado
por Constantino y el coemperador Licinio, en 313 d. C., y se consumó con el
Edicto de Tesalónica, promulgado por el emperador Teodosio, el 28 de febrero de
380.
¿Practicaron
los primitivos cristianos alguna forma de antisemitismo? La respuesta a esta
interrogante es no. En el auténtico cristianismo, fundado por Jesucristo y
difundido por él y sus apóstoles en los siglos I y II de nuestra era, nunca se
presentaron sentimientos ni prácticas antijudías. En el Nuevo Testamento no se
encuentran expresiones que estimulen el rencor hacia el pueblo judío, al que
pertenecían Jesús de Nazaret y sus apóstoles.
¿Cuál es,
entonces, el origen de estos sentimientos? Para algunos autores, el
antisemitismo comienza en el año 150 d. C., cuando Melito habla de la muerte
del Señor Jesús en los siguientes términos: “Dios ha sido asesinado, el Rey de
Israel fue muerto por una mano israelita”. El también obispo de Sardis se
apoyaba en un texto del Evangelio de Mateo, donde los judíos, en referencia al
sacrificio del Hijo de Dios, expresaron: “Caiga su sangre sobre nosotros y
sobre nuestros hijos”. La incorrecta interpretación de este texto de la Biblia
dio origen a las persecuciones que amargaron la vida de los judíos por más de
18 siglos.
Durante las cruzadas –la
primera de las cuales fue convocada por el papa Urbano II, en 1095– esta
animadversión creció tanto que, al pasar los cruzados por los pueblos y
ciudades donde vivían judíos, descargaban contra ellos su furor y los
asesinaban con crueldad excesiva. Simón Wiesenthal, el “cazanazis” austriaco de
origen judío, refiere en El libro de la
memoria judía: calendario de un martirologio: “Los judíos soportan lo que
llamamos antisemitismo, desde hace más de dos mil años, desde que fueron
echados o deportados del país que les pertenecía”. Wiesenthal, que logró
sobrevivir al Holocausto nazi, asegura que “la persecución de los judíos fue
siempre dirigida por los cristianos, primero por la Iglesia católica romana,
luego por la Iglesia ortodoxa”.
El teólogo Juan Crisóstomo –autor de ocho homilías contra los
judíos– inventó la noción de culpabilidad que responsabiliza a la nación judía
de la muerte del Señor Jesús. Los llamó
“judíos deicidas” (asesinos de Cristo), “una maliciosa etiqueta de la que los
judíos nunca pudieron escapar”, afirma el escritor John Hagee. Los clérigos antes
mencionados nunca imaginaron que su errada interpretación de las Sagradas
Escrituras iba a ser la causa de millones de crímenes, sobre todo en la
vigencia del holocausto nazi, en el marco del cual se produjo el fallecimiento
de Ana Frank, cuyo aniversario luctuoso inspiró mi columna de hoy.
Twitter: @armayacastro
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