jueves, 27 de septiembre de 2012

¿QUIÉN DISCRIMINA, EL ESTADO LAICO O EL CONFESIONAL?



Por Armando Maya Castro

El episcopado mexicano, en busca de reformas que le permitan participar en política

La Conferencia del Episcopado Mexicano (CEM) falta a la verdad cuando califica como “discriminación” las leyes que impiden que los ministros de culto ocupen cargos públicos, tal como acontecía en los tiempos del México colonial, donde hubo obispos que llegaron a ser virreyes.

En aquellos siglos, gracias al Estado confesional, México era un país uniformemente católico, con autoridades e instituciones que favorecían en todo a la Iglesia católica e impedían el establecimiento de otras iglesias en territorio mexicano. El confesionalismo estatal impidió en aquellas centurias el surgimiento y actividad de la disidencia religiosa, misma que era reducida a grupos minoritarios más o menos hostigados. A esto, señores de la CEM, sí le podemos llamar discriminación, intolerancia, atropello a los derechos humanos.

En los tiempos en que México luchaba por su independencia, las cosas siguieron siendo para la Iglesia católica como en el virreinato: todo a su favor. En 1811, Ignacio Rayón redactó un proyecto de Constitución que tituló Elementos Constitucionales, los cuales comenzaban de la siguiente manera: “La religión católica será la única sin tolerancia de ninguna otra”. 

La Constitución de Cádiz, firmada el 19 de marzo de 1812, y jurada ese año también en la Nueva España, siguió proclamando a la católica como religión de Estado, obligando a los diputados a defenderla bajo juramento, “sin admitir otra alguna en el reino”. Esto fue así, pese al enfoque liberal de dicha Constitución. 

José María Morelos y Pavón –declarado hereje y excomulgado por el obispo Manuel Abad y Queipo– otorgó privilegios similares a la Iglesia católica en “Los Sentimientos de la Nación”, manifiesto que repetía la misma exclusividad de la religión católica y la intolerancia de cualquier otra. 

Tras la consumación de la independencia de México, el Plan de Iguala, los Tratados de Córdoba, el Segundo Congreso Mexicano instalado en 1822 y el Reglamento Provisional Político del Imperio Mexicano, favorecieron en exclusiva a la Iglesia católica, excluyendo a las demás religiones. Ese principio de intolerancia religiosa iba a impregnar a la mayoría de las constituciones mexicanas del siglo XIX.

La primera Constitución, promulgada en 1824 por el Congreso Federal, establecía que la religión católica es la única oficialmente autorizada. Las Siete Leyes Constitucionales (1835-1836), establecían en su artículo primero que la nación mexicana “no protege otra religión que la católica, apostólica, romana, ni tolera el ejercicio de otra alguna”. En las Bases Orgánicas de 1843 se mantuvo de manera esencial la protección a la Iglesia católica y la exclusión de otras confesiones religiosas.

La Constitución de 1857 fue distinta a todas las que había tenido México en las décadas anteriores. No declaraba a la católica como religión de Estado; consagraba, eso sí, “las libertades de enseñanza, trabajo, pensamiento, petición, asociación, comercio e imprenta”. La reacción del clero y del Partido Conservador ante esta Carta Magna no fue de sumisión, sino de insubordinación, con consecuencias muy graves y lamentables para la vida de México: la sangrienta Guerra de Reforma. 

Durante el gobierno de Benito Juárez, se llevó a cabo la necesaria y saludable separación del Estado y la Iglesia. Esto fue posible gracias a las llamadas leyes de desamortización (Ley Juárez, 1855; Ley Lerdo, 1856) y a la Constitución de 1857, así como a las Leyes de Reforma de 1859: separación de la Iglesia y el Estado, proclamación de la libertad de cultos, establecimiento del registro civil, secularización de los cementerios y reducción de los días de festividad religiosa.

Lamentablemente, estas leyes que han sido tan benéficas para la vida de México, han sido calificadas recientemente como discriminatorias por la Conferencia del Episcopado Mexicano, quien afirma que es necesario combatir dicha discriminación a través de organismos como el CONAPRED, quien se encarga de “recibir y resolver las reclamaciones y quejas por presuntos actos discriminatorios cometidos por particulares o por autoridades federales en el ejercicio de sus funciones”.

Es absolutamente falso que un Estado laico, que se caracteriza por brindar un trato igualitario a todas las iglesias, pueda ser discriminatorio. La discriminación se produce únicamente durante la vigencia de un Estado confesional, como ocurrió a lo largo de la Colonia y durante las primeras décadas del México independiente.

La historia muestra que la intromisión de la Iglesia católica en política y en asuntos que son competencia exclusiva del Estado ha sido altamente perjudicial para la vida de los mexicanos. ¿Se imagina usted, estimado lector, el enorme daño que se le haría a México si se eliminan los candados legales que impiden a los ministros de culto ocupar cargos públicos y de representación popular? Eso equivaldría a sepultar por completo el legado laicista de Juárez y los hombres de la Reforma. 

Una pregunta más: ¿Qué pasaría si el Poder Legislativo llevara a cabo las reformas que la Iglesia católica demanda para conseguir que los clérigos puedan ser presidentes, gobernadores, diputados, senadores o líderes políticos? Esto equivaldría a cancelar totalmente el carácter laico del Estado mexicano, en detrimento de la verdadera libertad religiosa. 

La Iglesia católica jamás ha sido partidaria de la laicidad, concepto que la excluye –así como a las demás asociaciones religiosas– del ejercicio del poder político y, en particular, de la enseñanza pública. Por esa razón el claro católico cabildea y presiona en los congresos estatales procurando que se incorpore a la Constitución el término “libertad de religión”  en lugar del término “libertad de creencias y de culto”. 

Esta presión, sin embargo, no sólo es del clero católico mexicano, sino también de Benedicto XVI, quien antes de convertirse en papa arremetió varias veces contra la laicidad a la que definió como la "dictadura del relativismo". 

Si hay clérigos interesados en hacer política partidista, que lo hagan ciñéndose a la ley: deberán separarse formal, material y definitivamente de su ministerio cuando menos cinco años antes de la jornada electoral para poder ser votados para puestos de elección popular, o tres años para desempeñar cargos públicos superiores.

Lo que no puede hacer la clase política mexicana es complacer al clero en sus demandas de poder político y económico. Si lo hacen, no tardaremos en ver a los clérigos católicos inmiscuidos en política y queriendo imponer desde sus cargos públicos sus postulados en materia de fe y moral al resto de la población. Los mexicanos no podemos permitirnos semejante retroceso. 


Twitter: @armayacastro

domingo, 23 de septiembre de 2012

LAS INTENCIONES DEL CLERO EN MATERIA EDUCATIVA



Por Armando Maya Castro 

La carta pastoral “Educar para una nueva sociedad: reflexiones y orientaciones sobre la educación en México”, fechada el 6 de junio del presente año, deja en claro que el objetivo de los obispos de la Conferencia del Episcopado Mexicano es que la educación confesional retorne a las escuelas públicas, hecho que constituiría un atropello a las libertades religiosas y de conciencia de los alumnos y de los padres de éstos.

Lo mismo pretende –aunque los interesados lo nieguen– la reforma del artículo 24 de la Constitución Política de los Estados Unidos Mexicanos, aprobada por la Cámara de Diputados el 15 de diciembre de 2011, y por el Senado de la República el pasado 28 de marzo. Actualmente, dicha reforma es objeto de análisis y discusión en la mayoría de los congresos estatales, algunos de los cuales han postergado inexplicablemente su votación. 

El hecho de que nuestras instituciones cedan a las presiones del episcopado mexicano para que se incluya la enseñanza religiosa en el sistema de educación pública nacional, constituye una evidente regresión en materia de libertades y derechos humanos. Significa volver a los tiempos del México virreinal, que estuvieron marcados por el reconocimiento del catolicismo como religión oficial del Estado con exclusión de cualquier otra expresión religiosa. 

Luego de la reforma protestante iniciada por el monje Martín Lutero en Alemania, a principios del siglo XVI, se aplicó en muchos países europeos el principio “Cuius regio eius et religió” (los súbditos deben practicar la religión del gobernante).  Así las cosas, España y sus colonias (incluida la Nueva España) tenían que ser católicas, así como Inglaterra y sus habitantes tenían que ser anglicanos. 

En el caso particular de México, la educación impartida en aquellos siglos estuvo a cargo de las órdenes religiosas pertenecientes a la Iglesia católica y sirvió en exclusiva a los intereses del clero mexicano. Sobre el objetivo de dicha educación, el escritor Jorge Franco, en su libro “Educación y Tecnología: Solución Radical”, apunta: “Desde 1776, el gobierno de la Nueva España había establecido las primeras escuelas en los cerca de 4 mil ‘pueblos indios’ para cumplir con el objetivo de la Corona de que los nativos aprendieran la doctrina católica, y leyeran y escribieran el idioma castellano”.

Franco, luego de señalar que “las escuelas indígenas no tenían un edificio propio, y que las clases se daban en las parroquias, en los conventos o en las casas de los mentores”, afirma: “La educación de la mayoría de la población de entonces tenía el objetivo expreso de adoctrinar en la fe católica, no desarrollar alguna habilidad para el trabajo. La mayoría de los habitantes era analfabeta, dedicada principalmente a la agricultura y al servicio de los terratenientes". 

Los primeros intentos por terminar con el monopolio educativo de la Iglesia católica tuvieron lugar al inicio del México independiente. José María Luis Mora, uno de los primeros exponentes del liberalismo en México, fue el primer impulsor de la educación laica y popular, “la que pensaba podía lograrse destruyendo el monopolio educativo del clero y estableciendo nuevos criterios pedagógicos”.

La educación laica fue, desde las Leyes de Reforma (expedidas entre 1859 y 1860), la única admitida en las escuelas públicas de México. "Sin embargo no fue sino hasta 1874, con el presidente Lerdo de Tejada cuando se suprimió la enseñanza religiosa en las escuelas públicas y estableció, mediante decreto, la enseñanza laica". 

La ventaja de la educación laica está en que “no cuestiona los fundamentos de las religiones, pero tampoco se basa en ellos, sino en los resultados del progreso de la ciencia, cuyas conclusiones no pueden ser presentadas sino como teorías que se cotejan con los hechos y los fenómenos que las confirman o refutan. Prescinde así, de pretensiones dogmáticas y se ubica en la libertad" (Miguel Limón Rojas. "Educación, laicismo y vida cotidiana". En Laicidad. Texto presentado en El Colegio de México, 6 de abril de 2000). 

En nuestro país, la educación laica fue elevada a rango constitucional el 5 de febrero de 1917. El artículo 3° de la Carta Magna de ese año establecía la enseñanza laica y la prohibición a los religiosos de impartir clases en las escuelas primarias, en los siguientes términos: “La enseñanza es libre pero será laica la que se dé en los establecimientos oficiales de educación, lo mismo en la enseñanza primaria, elemental y superior que la que se imparta en los establecimientos particulares… Ninguna corporación religiosa, ni ministro de algún culto, podrán establecer o dirigir escuelas de instrucción primaria”.

La única manera de salvaguardar este importante legado laicista es que la mayoría de los congresos locales rechacen de manera definitiva la reforma del artículo 24 constitucional, cuyo objetivo esencial es la supresión del carácter laico de la educación y el perjudicial retorno de la instrucción religiosa a las escuelas públicas.

jueves, 20 de septiembre de 2012

LA GRAVEDAD DEL FANATISMO RELIGIOSO


Por Armando Maya Castro

Cruzadas e inquisición, pasajes vergonzosos de la historia del catolicismo 

El fanatismo no es privativo de una sola religión. A excepción del cristianismo, en su etapa primitiva y de restauración, prácticamente la mayoría de las tradiciones religiosas han inspirado actos irracionales de intolerancia, odio y violencia, tales como las masacres de las cruzadas, los autos de fe de la inquisición, las guerras de religión, etcétera.

Nadie puede negar que el fanatismo religioso –originado por la mentalidad de que la herejía y el error no tienen derecho a existir– inspiró en el pasado barbaridades como las cruzadas de los católicos contra los infieles, y ha llevado a los musulmanes a lanzar “yihads” o guerras santas contra los no islámicos.

En los últimos días, diversas voces han condenado las reacciones violentas de los islamitas por el video “La inocencia de los musulmanes”, el cual ridiculiza al profeta Mahoma, fundador del Islam, “la más joven de las grandes religiones vivas, y la tercera religión monoteísta luego del Judaísmo y del Cristianismo"; otros han condenado el filme que promueve la intolerancia religiosa, promocionado por Terry Jones, un pastor de una Iglesia de Florida con antecedentes antimusulmanes: en 2011 llevó a cabo un tribunal público y quemó un ejemplar del Corán, desatando innumerables protestas en el mundo árabe.

Nadie en su sano juicio puede aprobar o justificar el asesinato del embajador estadounidense en Libia, ni los violentos ataques musulmanes a diversas embajadas y consulados de Estados Unidos desde Libia a Pakistán; pero tampoco podemos ponderar la producción de una película que representa al profeta Mahoma como un hombre tonto y sediento de poder.

El peligroso fundamentalismo de algunos grupos islámicos

La Organización de las Naciones Unidas (ONU) –creada al término de la segunda guerra mundial con el propósito de mantener la paz y la seguridad en el mundo– condenó las numerosas y fanáticas manifestaciones que han tenido lugar en los países árabes. Vannina Maestracci, una de las portavoces del citado organismo, dio a conocer que [Ban Ki-moon] “condena el odioso filme que aparenta haber sido hecho deliberadamente para sembrar fanatismo y derramamiento de sangre”. Agregó que “en este tiempo de tensiones creciente, el secretario general pide calma y moderación, y subraya la necesidad de diálogo, respeto mutuo y entendimiento”.

Hillary Clinton, por su parte, deslindó a los Estados Unidos de la película ofensiva, señalando que su país no tiene “absolutamente nada que ver”, y pidió a los “líderes responsables” frenar la violencia contra las embajadas y consulados estadounidenses. La secretaria de Estado de la Unión Americana reprobó “La inocencia de los musulmanes”, filme que calificó como “repugnante y reprensible”.

En su reciente viaje al Líbano, el papa Benedicto XVI –sin referirse a la película antimusulmán y a la violencia que ésta ha desencadenado en los países que profesan el islamismo­– hizo un llamado a “erradicar el fundamentalismo religioso”, al que llamó una amenaza mortal, que “aflige las comunidades religiosas y rechaza la convivencia secular que caracterizan a países como el Líbano “.

A muchos les ha parecido correcto el discurso que el papa pronunció en el Líbano, pidiendo el fin del integrismo y de la intolerancia religiosa. Algunas de estas personas se han preguntado, al mismo tiempo, lo siguiente: ¿por qué no pide lo mismo en los países donde los católicos son mayoría, como es el caso de México y Brasil? ¿Por qué cuando vino a Guanajuato no pidió a los católicos tradicionalistas de Chiapas respetar la diversidad religiosa existente en ese estado de la República mexicana? A los evangélicos de Chiapas y de todo México les hubiera gustado escuchar la condena del papa a la intolerancia practicada por los católicos establecidos en las comunidades de Los Altos de Chiapas.

La humanidad espera que las mayorías –judías, católicas o musulmanas– respeten los derechos religiosos de las minorías, tal como lo establece el artículo 18 de la Declaración Universal de los Derechos Humanos, que a la letra dice: “Toda persona tiene derecho a la libertad de pensamiento, de conciencia y de religión; este derecho incluye la libertad de cambiar de religión o de creencia, así como la libertad de manifestar su religión o su creencia, individual y colectivamente, tanto en público como en privado, por la enseñanza, la práctica, el culto y la observancia”.

El día que las religiones del mundo cumplan y respeten este importantísimo instrumento jurídico internacional, empezaremos a erradicar de nuestro entorno la amenaza de persecuciones, conflictos y represiones por motivos religiosos.  

sábado, 15 de septiembre de 2012

EL ANCESTRAL ODIO A LOS JUDÍOS



Por Armando Maya Castro

Hitler saludando a Muller el "Obispo del Reich" y a Abbot Schachleitner
 

En un reciente mensaje de saludo a los judíos de Europa, con motivo de Rosh Hashaná (año nuevo judío), el presidente de la Comisión Europea, José Manuel Barroso, advirtió sobre el aumento del racismo y antisemitismo debido a los problemas económicos europeos: "En un momento muy difícil, tanto económico como socialmente, cuando algunas personas, incluso dentro de Europa, sienten la tentación de volver a conectarse con viejos demonios -el populismo, el racismo y el antisemitismo-, necesitamos más que nunca defender, proteger y promover juntos nuestros ideales comunes de paz, tolerancia, reconciliación y respeto a la dignidad humana ".

Este mensaje y los últimos sucesos de violencia en contra de rabinos en algunas ciudades de Europa, me animaron a escribir sobre el antisemitismo, término que el Diccionario “El Pequeño Larousse” define así: “Doctrina o actitud de hostilidad sistemática hacia los judíos”. Sistemático es lo que sigue o se ajusta a un sistema. Partiendo de esta definición, hemos de señalar que históricamente se ha hostilizado a los judíos por un sistema rígido que tiene sus orígenes en el catolicismo imperial.

Por estrategia, la actitud actual de la Iglesia católica hacia los judíos parece ser otra. La constitución “nostra aetate”, fruto del Concilio Vaticano segundo, señala entre otras cosas: “Además, la Iglesia, que ‘reprueba toda persecución’ contra cualesquiera hombres, consciente de poseer un patrimonio común con los judíos e impulsada no por razones políticas, sino por la religiosa caridad evangélica, ‘deplora los odios, persecuciones y manifestaciones de antisemitismo’ de cualquier tiempo y persona”. 

En los primeros años de vida cristiana, ninguno de los miembros de la Iglesia primitiva consideró a la judía como una raza maldita. Los apóstoles elegidos por Dios, en sus epístolas a las iglesias contemporáneas, destacaban la prioridad que Dios daba a los judíos en la concesión del Evangelio: “Porque no me avergüenzo del Evangelio, porque es poder de Dios para salvación a todo aquel que cree; al judío primeramente, y también al griego” (Santa Biblia, Romanos 1:16).

En aquellos tiempos, ni se les consideró deicidas, ni seres dignos de muerte. Los miembros de la Iglesia sabían que el propio Jesús era de origen judío, como lo fueron también los doce apóstoles y los primeros cristianos. Sentir animadversión hacia los hebreos, hubiera sido sentirla hacia ellos mismos. 

Heinrich Fries, autor de “Teología Fundamental”, tiene toda la razón cuando define al antisemitismo como una forma de anticristianismo. Bajo esta definición, podemos decir que en los tiempos en que la Iglesia católica persiguió con odio irracional a los judíos, tuvo un comportamiento anticristiano.

Respecto al antisemitismo moderno, que con Hitler a la cabeza exterminó a 6 millones de judíos, Fries reconoce que “el antisemitismo cristiano fue una de las raíces del antisemitismo moderno”. De manera que en el holocausto nazi, la Iglesia católica tiene cierta responsabilidad, pues, todo parece indicar que Adolfo Hitler se inspiró en el ancestral odio de la Iglesia romana hacia los judíos. 

Esto explica por qué razón el papa Pío XII guardó silencio ante el holocausto nazi. Peter de Rosa encuentra una explicación al silencio de este pontífice romano: “La única explicación satisfactoria al silencio de Pío XII parece encontrarse en que, ante todo y principalmente, él era católico; católico antes que cristiano o ser humano, aun siendo como era un ‘excelente cristiano’ y una persona sumamente caritativa”.

Respecto al antijudaísmo milenario, Simón Wiesenthal, en su obra “El Libro de la Memoria Judía”, afirma: “Los judíos soportan lo que llamamos antisemitismo, desde hace más de dos mil años, desde que fueron echados o deportados del país que les pertenecía”. Tras este señalamiento, Wiesenthal, el más conocido cazador de nazis, sostiene: “Como lo muestra nuestro calendario, la persecución de los judíos fue siempre dirigida por los cristianos, primero por la Iglesia católica romana, luego por la Iglesia ortodoxa”. 

Simón Wiesenthal, al referirse a la responsabilidad de la Iglesia católica, sostiene: “Los papas, representantes de Cristo sobre la tierra, no pidieron jamás, ciertamente, la liquidación de los judíos, pero aprobaron su degradación: en los judíos humillados, el mundo entero podía ver la prueba del castigo infligido a todos los que rechazaban a Jesús”.

El autor antes citado afirma que el teólogo católico Juan Crisóstomo fue el inventor de la noción que culpabiliza a la nación judía de la muerte de Jesús de Nazareth. Sobre el término deicida, aplicado invariablemente a los judíos por la Iglesia católica, Wiesenthal nos dice: “En esa época, el concepto teológico fatal concerniente a los ‘judíos deicidas’ fue utilizado sobre todo por la Iglesia romana. En efecto, este término intolerante se empleó desde entonces y durante cerca de dos mil años para referirse a los judíos. Fue el Concilio Vaticano II el que resolvió que dejara de responsabilizarse a los judíos por la muerte del Señor, y que dejara de emplearse el término deicida, generador de un clima hostil y de grave intolerancia religiosa. 

Esto último representa un avance, aunque tenemos que reconocer que se debe hacer mucho más para desarraigar de este mundo el odio y la violencia en contra de los judíos. 

jueves, 13 de septiembre de 2012

LIBERTADES EN RIESGO



Por Armando Maya Castro
 

A partir de la reforma constitucional en materia religiosa, realizada en 1992, durante el sexenio de Carlos Salinas de Gortari, la Iglesia católica ha ido recuperando el poder y las prerrogativas que tuvo a la largo del virreinato y durante las primeras décadas del México independiente. 

De entonces a la fecha, el Estado laico –y consecuentemente nuestras libertades fundamentales­– ha sido objeto de un constante golpeteo, sobre todo en los sexenios de los panistas Vicente Fox Quesada y Felipe Calderón Hinojosa, quienes favorecieron de múltiples maneras a la Iglesia católica institucional, discriminando así a las minorías religiosas establecidas en México.

La reforma salinista fue recibida con particular regocijo por los jerarcas de la Iglesia católica, quienes se percataron que con el impulso de reformas constitucionales como la de 1992, la Iglesia podía volver a la posición privilegiada que tuvo antes de Benito Juárez y de las Leyes de Reforma.

El 28 de febrero de 2008, luego de ser elegido como presidente de la Conferencia del Episcopado Mexicano (CEM), Carlos Aguiar Retes, hizo la propuesta de modificar el artículo 24 de la Constitución General de la República. Analice usted, amable lector, su declaración: “Espero que, durante este periodo en el que fui elegido, se puedan hacer los contactos en el Congreso que nos ayuden a llevar a cabo la anhelada reforma en materia religiosa ‘que necesita el país’, para alcanzar así la democracia plena”. 

Las declaraciones del también arzobispo de Tlalnepantla demuestran que la reforma que hoy por hoy se analiza y discute en las legislaturas estatales, para su ratificación o rechazo, es una demanda del clero católico mexicano y también del Vaticano, como lo declaró el propio Aguiar Retes: “Benedicto XVI está empeñado en que la libertad religiosa se garantice “.

Otra prueba más del interés de la sede papal por la reforma del artículo 24 constitucional, son las declaraciones de Tarcisio Bertone, Secretario de Estado del Vaticano, quien durante la visita de Joseph Ratzinger a Guanajuato, declaró: “Es de desear que en México la libertad religiosa se afiance cada vez más, conscientes de que este derecho va más allá de la mera libertad de culto".  

Para Aguiar Retes y los demás jerarcas católicos, “un Estado laico es aquel que no solamente reconoce la libertad religiosa, sino que la difunde y la protege”. Para los mexicanos, en cambio, el Estado laico garantiza a todas las religiones la libertad de culto sin establecer un sistema de control o privilegios, como se pretende a partir de la reforma del artículo 24 constitucional. 

Un Estado laico –además de posibilitar la convivencia armónica de todas las convicciones religiosas– preserva la autonomía del poder civil sobre el poder religioso y de las iglesias respecto al poder temporal. En otras palabras, el Estado no adopta una determinada religión ni concede privilegios a una Iglesia en particular.

El proceder del Congreso de la Unión y de los congresos estatales que han aprobado la reforma del artículo 24 ha puesto en riesgo los derechos y libertades de los mexicanos. Al aprobar una reforma como esta, abrieron el camino para futuras modificaciones a nuestra Carta Magna, entre ellas la reforma del artículo 3° constitucional.

Los diputados de los congresos locales deben darse cuenta de la importancia del Estado laico y de la educación que en el marco del mismo se imparte en las escuelas públicas del país. Ojalá que todos ellos se percaten que la libertad de creencias y de culto se halla plenamente garantizada en los ordenamientos jurídicos de nuestro país, y que no se necesitan nuevas reformas en materia religiosa.

Pese a que varios congresos han aprobado la reforma del artículo 24 constitucional, satisfaciendo así las demandas del clero y del Vaticano, los mexicanos seguimos confiando en aquellos congresos que aún no votan la reforma del artículo 24 constitucional; creemos que la mayoría de ellos habrán de privilegiar el Estado laico y los intereses de nuestro querido México por encima de los intereses de la jerarquía católica. 

@ArmayaCastro