jueves, 27 de septiembre de 2012

¿QUIÉN DISCRIMINA, EL ESTADO LAICO O EL CONFESIONAL?



Por Armando Maya Castro

El episcopado mexicano, en busca de reformas que le permitan participar en política

La Conferencia del Episcopado Mexicano (CEM) falta a la verdad cuando califica como “discriminación” las leyes que impiden que los ministros de culto ocupen cargos públicos, tal como acontecía en los tiempos del México colonial, donde hubo obispos que llegaron a ser virreyes.

En aquellos siglos, gracias al Estado confesional, México era un país uniformemente católico, con autoridades e instituciones que favorecían en todo a la Iglesia católica e impedían el establecimiento de otras iglesias en territorio mexicano. El confesionalismo estatal impidió en aquellas centurias el surgimiento y actividad de la disidencia religiosa, misma que era reducida a grupos minoritarios más o menos hostigados. A esto, señores de la CEM, sí le podemos llamar discriminación, intolerancia, atropello a los derechos humanos.

En los tiempos en que México luchaba por su independencia, las cosas siguieron siendo para la Iglesia católica como en el virreinato: todo a su favor. En 1811, Ignacio Rayón redactó un proyecto de Constitución que tituló Elementos Constitucionales, los cuales comenzaban de la siguiente manera: “La religión católica será la única sin tolerancia de ninguna otra”. 

La Constitución de Cádiz, firmada el 19 de marzo de 1812, y jurada ese año también en la Nueva España, siguió proclamando a la católica como religión de Estado, obligando a los diputados a defenderla bajo juramento, “sin admitir otra alguna en el reino”. Esto fue así, pese al enfoque liberal de dicha Constitución. 

José María Morelos y Pavón –declarado hereje y excomulgado por el obispo Manuel Abad y Queipo– otorgó privilegios similares a la Iglesia católica en “Los Sentimientos de la Nación”, manifiesto que repetía la misma exclusividad de la religión católica y la intolerancia de cualquier otra. 

Tras la consumación de la independencia de México, el Plan de Iguala, los Tratados de Córdoba, el Segundo Congreso Mexicano instalado en 1822 y el Reglamento Provisional Político del Imperio Mexicano, favorecieron en exclusiva a la Iglesia católica, excluyendo a las demás religiones. Ese principio de intolerancia religiosa iba a impregnar a la mayoría de las constituciones mexicanas del siglo XIX.

La primera Constitución, promulgada en 1824 por el Congreso Federal, establecía que la religión católica es la única oficialmente autorizada. Las Siete Leyes Constitucionales (1835-1836), establecían en su artículo primero que la nación mexicana “no protege otra religión que la católica, apostólica, romana, ni tolera el ejercicio de otra alguna”. En las Bases Orgánicas de 1843 se mantuvo de manera esencial la protección a la Iglesia católica y la exclusión de otras confesiones religiosas.

La Constitución de 1857 fue distinta a todas las que había tenido México en las décadas anteriores. No declaraba a la católica como religión de Estado; consagraba, eso sí, “las libertades de enseñanza, trabajo, pensamiento, petición, asociación, comercio e imprenta”. La reacción del clero y del Partido Conservador ante esta Carta Magna no fue de sumisión, sino de insubordinación, con consecuencias muy graves y lamentables para la vida de México: la sangrienta Guerra de Reforma. 

Durante el gobierno de Benito Juárez, se llevó a cabo la necesaria y saludable separación del Estado y la Iglesia. Esto fue posible gracias a las llamadas leyes de desamortización (Ley Juárez, 1855; Ley Lerdo, 1856) y a la Constitución de 1857, así como a las Leyes de Reforma de 1859: separación de la Iglesia y el Estado, proclamación de la libertad de cultos, establecimiento del registro civil, secularización de los cementerios y reducción de los días de festividad religiosa.

Lamentablemente, estas leyes que han sido tan benéficas para la vida de México, han sido calificadas recientemente como discriminatorias por la Conferencia del Episcopado Mexicano, quien afirma que es necesario combatir dicha discriminación a través de organismos como el CONAPRED, quien se encarga de “recibir y resolver las reclamaciones y quejas por presuntos actos discriminatorios cometidos por particulares o por autoridades federales en el ejercicio de sus funciones”.

Es absolutamente falso que un Estado laico, que se caracteriza por brindar un trato igualitario a todas las iglesias, pueda ser discriminatorio. La discriminación se produce únicamente durante la vigencia de un Estado confesional, como ocurrió a lo largo de la Colonia y durante las primeras décadas del México independiente.

La historia muestra que la intromisión de la Iglesia católica en política y en asuntos que son competencia exclusiva del Estado ha sido altamente perjudicial para la vida de los mexicanos. ¿Se imagina usted, estimado lector, el enorme daño que se le haría a México si se eliminan los candados legales que impiden a los ministros de culto ocupar cargos públicos y de representación popular? Eso equivaldría a sepultar por completo el legado laicista de Juárez y los hombres de la Reforma. 

Una pregunta más: ¿Qué pasaría si el Poder Legislativo llevara a cabo las reformas que la Iglesia católica demanda para conseguir que los clérigos puedan ser presidentes, gobernadores, diputados, senadores o líderes políticos? Esto equivaldría a cancelar totalmente el carácter laico del Estado mexicano, en detrimento de la verdadera libertad religiosa. 

La Iglesia católica jamás ha sido partidaria de la laicidad, concepto que la excluye –así como a las demás asociaciones religiosas– del ejercicio del poder político y, en particular, de la enseñanza pública. Por esa razón el claro católico cabildea y presiona en los congresos estatales procurando que se incorpore a la Constitución el término “libertad de religión”  en lugar del término “libertad de creencias y de culto”. 

Esta presión, sin embargo, no sólo es del clero católico mexicano, sino también de Benedicto XVI, quien antes de convertirse en papa arremetió varias veces contra la laicidad a la que definió como la "dictadura del relativismo". 

Si hay clérigos interesados en hacer política partidista, que lo hagan ciñéndose a la ley: deberán separarse formal, material y definitivamente de su ministerio cuando menos cinco años antes de la jornada electoral para poder ser votados para puestos de elección popular, o tres años para desempeñar cargos públicos superiores.

Lo que no puede hacer la clase política mexicana es complacer al clero en sus demandas de poder político y económico. Si lo hacen, no tardaremos en ver a los clérigos católicos inmiscuidos en política y queriendo imponer desde sus cargos públicos sus postulados en materia de fe y moral al resto de la población. Los mexicanos no podemos permitirnos semejante retroceso. 


Twitter: @armayacastro

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