Por Armando Maya Castro
El episcopado mexicano, en busca de reformas que le permitan participar en política |
La Conferencia del
Episcopado Mexicano (CEM) falta a la verdad cuando califica como “discriminación”
las leyes que impiden que los ministros de culto ocupen cargos públicos, tal
como acontecía en los tiempos del México colonial, donde hubo obispos que
llegaron a ser virreyes.
En aquellos siglos, gracias
al Estado confesional, México era un país uniformemente católico, con autoridades
e instituciones que favorecían en todo a la Iglesia católica e impedían el
establecimiento de otras iglesias en territorio mexicano. El confesionalismo
estatal impidió en aquellas centurias el surgimiento y actividad de la disidencia
religiosa, misma que era reducida a grupos minoritarios más o menos hostigados.
A esto, señores de la CEM, sí le podemos llamar discriminación, intolerancia, atropello
a los derechos humanos.
En los tiempos en que México
luchaba por su independencia, las cosas siguieron siendo para la Iglesia católica
como en el virreinato: todo a su favor. En 1811, Ignacio Rayón redactó un
proyecto de Constitución que tituló Elementos Constitucionales, los cuales comenzaban
de la siguiente manera: “La religión católica será la única sin tolerancia de
ninguna otra”.
La Constitución de Cádiz,
firmada el 19 de marzo de 1812, y jurada ese año también en la Nueva España, siguió
proclamando a la católica como religión de Estado, obligando a los diputados a
defenderla bajo juramento, “sin admitir otra alguna en el reino”. Esto fue así,
pese al enfoque liberal de dicha Constitución.
José María Morelos y Pavón –declarado
hereje y excomulgado por el obispo Manuel Abad y Queipo– otorgó privilegios
similares a la Iglesia católica en “Los Sentimientos de la Nación”, manifiesto
que repetía la misma exclusividad de la religión católica y la intolerancia de cualquier
otra.
Tras la consumación de la
independencia de México, el Plan de Iguala, los Tratados de Córdoba, el Segundo
Congreso Mexicano instalado en 1822 y el Reglamento Provisional Político del
Imperio Mexicano, favorecieron en exclusiva a la Iglesia católica, excluyendo a
las demás religiones. Ese principio de intolerancia religiosa iba a impregnar a
la mayoría de las constituciones mexicanas del siglo XIX.
La primera Constitución,
promulgada en 1824 por el Congreso Federal, establecía que la religión católica
es la única oficialmente autorizada. Las Siete Leyes Constitucionales (1835-1836),
establecían en su artículo primero que la nación mexicana “no protege otra
religión que la católica, apostólica, romana, ni tolera el ejercicio de otra
alguna”. En las Bases Orgánicas de 1843 se mantuvo de manera esencial la protección
a la Iglesia católica y la exclusión de otras confesiones religiosas.
La Constitución de 1857 fue
distinta a todas las que había tenido México en las décadas anteriores. No
declaraba a la católica como religión de Estado; consagraba, eso sí, “las
libertades de enseñanza, trabajo, pensamiento, petición, asociación, comercio e
imprenta”. La reacción del clero y del Partido Conservador ante esta Carta
Magna no fue de sumisión, sino de insubordinación, con consecuencias muy graves
y lamentables para la vida de México: la sangrienta Guerra de Reforma.
Durante el gobierno de
Benito Juárez, se llevó a cabo la necesaria y saludable separación del Estado y
la Iglesia. Esto fue posible gracias a las llamadas leyes de desamortización
(Ley Juárez, 1855; Ley Lerdo, 1856) y a la Constitución de 1857, así como a las
Leyes de Reforma de 1859: separación de la Iglesia y el Estado, proclamación de
la libertad de cultos, establecimiento del registro civil, secularización de
los cementerios y reducción de los días de festividad religiosa.
Lamentablemente, estas leyes
que han sido tan benéficas para la vida de México, han sido calificadas recientemente
como discriminatorias por la Conferencia del Episcopado Mexicano, quien afirma
que es necesario combatir dicha discriminación a través de organismos como el
CONAPRED, quien se encarga de “recibir y resolver las reclamaciones y quejas
por presuntos actos discriminatorios cometidos por particulares o por
autoridades federales en el ejercicio de sus funciones”.
Es absolutamente falso que
un Estado laico, que se caracteriza por brindar un trato igualitario a todas
las iglesias, pueda ser discriminatorio. La discriminación se produce únicamente
durante la vigencia de un Estado confesional, como ocurrió a lo largo de la
Colonia y durante las primeras décadas del México independiente.
La historia muestra que la intromisión
de la Iglesia católica en política y en asuntos que son competencia exclusiva del
Estado ha sido altamente perjudicial para la vida de los mexicanos. ¿Se imagina
usted, estimado lector, el enorme daño que se le haría a México si se eliminan
los candados legales que impiden a los ministros de culto ocupar cargos
públicos y de representación popular? Eso equivaldría a sepultar por completo
el legado laicista de Juárez y los hombres de la Reforma.
Una pregunta más: ¿Qué
pasaría si el Poder Legislativo llevara a cabo las reformas que la Iglesia
católica demanda para conseguir que los clérigos puedan ser presidentes, gobernadores,
diputados, senadores o líderes políticos? Esto equivaldría a cancelar totalmente
el carácter laico del Estado mexicano, en detrimento de la verdadera libertad
religiosa.
La Iglesia católica jamás ha
sido partidaria de la laicidad, concepto que la excluye –así como a las demás asociaciones
religiosas– del ejercicio del poder político y, en particular, de la enseñanza
pública. Por esa razón el claro católico cabildea y presiona en los congresos
estatales procurando que se incorpore a la Constitución el término “libertad de
religión” en lugar del término “libertad
de creencias y de culto”.
Esta presión, sin embargo,
no sólo es del clero católico mexicano, sino también de Benedicto XVI, quien antes
de convertirse en papa arremetió varias veces contra la laicidad a la que
definió como la "dictadura del relativismo".
Si hay clérigos interesados
en hacer política partidista, que lo hagan ciñéndose a la ley: deberán
separarse formal, material y definitivamente de su ministerio cuando menos
cinco años antes de la jornada electoral para poder ser votados para puestos de
elección popular, o tres años para desempeñar cargos públicos superiores.
Lo que no puede hacer la
clase política mexicana es complacer al clero en sus demandas de poder político
y económico. Si lo hacen, no tardaremos en ver a los clérigos católicos inmiscuidos
en política y queriendo imponer desde sus cargos públicos sus postulados en
materia de fe y moral al resto de la población. Los mexicanos no podemos
permitirnos semejante retroceso.
Twitter:
@armayacastro
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