martes, 30 de enero de 2018

LA INTOLERANCIA RELIGIOSA, DISPUESTA A REPETIR LOS MALES DEL PASADO

Por Armando Maya Castro

El odio religioso perpetró una de sus peores masacres la noche del 24 de agosto de 1572, evento cruel que la historia registra como la Matanza de San Bartolomé, en el que más de 10 mil fueron asesinadas con lujo de crueldad

Los recientes casos de intolerancia religiosa en los estados de Chiapas y Oaxaca me llevan a recordar un acontecimiento doloroso que por ningún motivo debemos olvidar. 

A principios del siglo XVI, el calvinismo tuvo importante impacto entre los miembros de la nobleza, las clases intelectuales y la clase media de Francia. 

En esa nación, el pensamiento de Juan Calvino fue determinante para la fundación del movimiento hugonote, que gozó, en un principio, de la protección de la reina de Navarra, Margarita de Angulema, y de su hermano el rey Francisco I de Francia. 

Temporalmente, la tolerancia y amparo que este monarca brindó a los calvinistas, fue un bálsamo para todos ellos. Y es que antes de este trato tolerante por parte del rey, los hugonotes habían sido hostilizados por la mayoría católica, quien “perturbaba con afrentas sus sepelios y funerales, les daba el mismo trato que a brujas y herejes y destruía sus templos”, refiere el historiador Veit Valentín.

En 1530, Francisco I retiró de manera inexplicable la protección que había brindado a los protestantes en la década de los años veinte del siglo XVI. 

Esta medida fue resultado de una serie de presiones clericales para obligar al rey a poner fin a la protección de los hugonotes, y a emprender contra ellos una violenta persecución. 

El trato cruel hacia los protestantes de Francia no se limitó al reinado de Francisco I; continuó bajo el reinado de su hijo, el rey Enrique II, quien contrajo nupcias, en 1533, con Catalina de Médicis, la mujer que habría de protagonizar una de las peores masacres registradas en la historia: la matanza de la Noche de San Bartolomé, de la que nos ocuparemos en los siguientes párrafos.   

Haciendo gala de gran habilidad, Catalina de Médicis, en complicidad con su hijo, el rey Carlos IX, asestaron un golpe fatal a la causa protestante. En 1570, Catalina y su hijo hicieron creer a los hugonotes que las diferencias religiosas entre católicos y hugonotes habían quedado en el pasado. La firma de un tratado que garantizaba la libertad de cultos en el reino era, en apariencia, la mejor prueba del cese del conflicto. 

El grave error de los calvinistas fue creer de todo corazón que los católicos respetarían la validez de aquel convenio, sin sospechar que se trataba de una trampa hábilmente organizada con la intención de liquidarlos de un solo golpe.

Diez años antes de la tristemente célebre Noche de San Bartolomé, el fanatismo católico había masacrado —en Vassy— a cien calvinistas. Las consecuencias de esta feroz matanza fueron cuatro guerras entre católicos y hugonotes que se libraron de 1562 a 1572. 

Como ningún partido tenía la suficiente fuerza para imponerse a su adversario, ambas partes pidieron ayuda al extranjero. Los católicos solicitaron el apoyo de Felipe II rey de España y los hugonotes recurrieron a Isabel de Inglaterra.

Desde 1563, con el Tratado de Amboise, el almirante Gaspard de Coligny, líder de los hugonotes, creía haber conseguido condiciones favorables para la libertad religiosa y la tolerancia de los hugonotes en Francia. Aparte del Tratado de Amboise, Coligny conquistó condiciones muy propicias en el Tratado de Saint-Germain-en-Laye, en 1570, un acuerdo que puso fin a la tercera guerra de religión, pero no a la intolerancia religiosa. 

Lamentablemente, este último tratado produjo en la mayoría de los hugonotes una confianza excesiva. Su mente jamás imaginó, ni siquiera vagamente, las maquinaciones y planes de Catalina de Médicis y de Carlos, su sanguinario hijo. 

Para aniquilar a los discípulos de Juan Calvino, la reina madre se valió de su propia hija –Margarita de Valois–, a quien enlazó matrimonialmente con el príncipe protestante Enrique de Navarra. A esta boda, que se celebró en la ciudad de París, asistieron cientos de hugonotes. 

Todo estaba ideado para que, al darse una señal acordada, los soldados de Catalina masacraran a los protestantes en diversos puntos de la ciudad. El primero en caer fue Coligny, al que los papistas iracundos mutilaron y arrastraron por tres días a lo largo y ancho de París. Finalmente lo colgaron por los pies en las afueras de la ciudad, exhibiendo así su irracional triunfo. 

Las calles de la capital francesa se convirtieron en ríos de sangre la noche del 24 de agosto de 1572. No contentos con lo hecho en París, los intolerantes persiguieron sin piedad a los protestantes en todos los rincones del reino: Orleans, Rouen, Meldith, Lyon, Augustobona, Avaricum, Troys y Toulouse. 

Concluyo mi columna compartiéndoles el testimonio de Juan Foxe, autor de la obra El Libro de los Mártires, quien relata la participación criminal de los clérigos católicos en este monstruoso acto: “sosteniendo el crucifijo en una mano y una daga en la otra, corrían hacia los cabecillas de los asesinos, y los exhortaban enérgicamente a no perdonar ni a parientes ni a amigos”.  

El anterior relato es historia, me queda claro, pero una historia que debemos recordar, porque la intolerancia religiosa por desgracia no ha desaparecido. Está ahí, dispuesta a repetir los males del pasado, aunque no lo haga en la misma proporción. 

Twitter: @armayacastro