jueves, 24 de noviembre de 2016

EL ABORTO SIGUE SIENDO GRAVE

Por Armando Maya Castro
En la carta “Misericordia et miseria”, el papa Francisco otorga a los sacerdotes católicos de todo el mundo la facultad de perdonar, sin la autorización de un superior, el pecado del aborto, una práctica que la Iglesia católica ha condenado siempre

El pasado lunes, Rino Fisichella, presidente del Pontificio Consejo para la Promoción de la Nueva Evangelización, presentó públicamente la carta del papa Francisco "Misericordia et miseria" (Misericordia y miseria), un documento que extiende a todos los curas la capacidad de perdonar indefinidamente, y sin la autorización de un superior, el pecado en el que incurren las mujeres que interrumpen su embarazo. 

“De ahora en adelante concedo a todos los sacerdotes, en razón de su ministerio, la facultad de absolver a quienes hayan procurado el pecado de aborto”, señala Francisco en dicho documento, el cual –afirman los expertos– puede provocar nuevas reacciones del ala conservadora vaticana, quien recientemente acusó al máximo líder de la Iglesia católica de herejía. 

La pregunta que surge al respecto es la siguiente: ¿Deja de ser el aborto un pecado grave dentro de la Iglesia católica? Jorge Mario Bergoglio asegura que el aborto sigue siendo grave “porque pone fin a una vida humana inocente”. Sin embargo, la autorización papal ha comenzado a ocasionar problemas: en Chile, organizaciones que promueven el aborto piden a los legisladores de ese país que "dejen de ser más papistas que el papa y aprueben ya la interrupción del embarazo por tres causales".

Lo que debe quedar claro es lo siguiente: la doctrina católica ha sido siempre contraria al aborto y opuesta a la práctica del mismo. Con base en ello, apoya decididamente a los activistas que realizan esfuerzos para impedir la aprobación de las leyes que buscan despenalizarlo.

Esta postura se basa en el argumento que sostiene que "la vida humana tiene inicio a partir de la fecundación, en el instante mismo en que un espermatozoide logra atravesar –fecundándolo– la membrana protectora del óvulo”. Por esta razón enseña que “la vida humana debe ser respetada y protegida de manera absoluta desde el momento de su concepción”. 

En los últimos dos siglos, diversos papas han emitido encíclicas que establecen la gravedad del aborto. Uno de ellos fue el Pío IX, quien en 1869 "se manifiesta en contra del aborto y lo castiga en cualquier momento del embarazo con la excomunión”. Conforme a la Apostolica Sedis del referido papa, “el aborto es un homicidio”, nos recuerda Gustavo Ortiz Millán en su libro La moralidad del aborto (Siglo XXI Editores, 2009), donde señala que el documento de Pío IX “constituye la primera declaración institucional de la Iglesia en contra del aborto".

Vinieron luego otras declaraciones papales en la misma dirección: Acta Apostolicae Sedis, de Pío XII en 1951; Gaudium et Spes, constitución pastoral del Concilio Vaticano II en 1965; Humanae Vitae, de Paulo VI en 1968; Evangelium vitae de Juan Pablo II en 1995. En esta última, el papa Juan Pablo II presenta la posición tradicional de la Iglesia católica en los siguientes términos: "Con la autoridad que Cristo ha conferido a Pedro y a sus sucesores, en comunión con los obispos –que múltiples veces han condenado el aborto y... han concordado unánimemente sobre esta doctrina–, declaro que el aborto directo, es decir, querido como fin o como medio, constituye siempre un desorden moral grave, en tanto que es la eliminación deliberada de un ser inocente...".

El Vaticano, junto con Chile, El Salvador, Malta, Nicaragua y República Dominicana, son los seis países del mundo que “prohíben la interrupción del embarazo bajo cualquier circunstancia y tipifican penas de cárcel para toda mujer y persona que realice, intente realizar o facilite la realización de un aborto”. 

En la Ciudad de México –que no en todo el país– la interrupción voluntaria del embarazo está despenalizada desde 2007. Ese año, la Asamblea Legislativa del Distrito Federal aprobó la despenalización del aborto inducido a petición de la mujer durante las primeras 12 semanas de embarazo, encontrando tenaz resistencia en algunos sectores religiosos, principalmente católicos. 

En ese tiempo, la Conferencia del Episcopado Mexicano (CEM) señaló que “una obligación primaria del Estado consiste en velar y defender el derecho natural de todo ser humano a la vida y a la integridad física desde la concepción hasta la muerte”. 

El enfrentamiento fue de tal magnitud que la propia Secretaría de Gobernación inició un “procedimiento administrativo” contra el cardenal Norberto Rivera Carrera, así como en contra el vocero del arzobispado, Hugo Valdemar Romero, quienes fueron acusados de violar la ley en el debate sobre la despenalización del aborto.

Éste último reprobó también la norma oficial 046 de la Secretaría de Salud, que desde el pasado mes de marzo permite el aborto en todo el país, siempre y cuando el embarazo sea resultado de una violación, “sin importar la legislación estatal y sin la necesidad de que un juez lo autorice”. Valdemar Romero dijo entonces: “Un mal terrible es la violación de una persona, pero un mal mayor es asesinar al inocente que lleva en su vientre que nada tiene que ver”. 

Twitter: @armayacastro

martes, 22 de noviembre de 2016

PARTICIPACIÓN DE CLÉRIGOS EN GENOCIDIO RUANDÉS

 Por Armando Maya Castro
El sacerdote Athanase Seromba, uno de los tantos curas implicados en el genocidio de Ruanda, Fue condenado a 15 años por su participación en el genocidio. 

El 6 de abril de 1994, Juvenal Habyarimana y Cyprien Ntaryamira, presidentes de Ruanda y Burundi, respectivamente, perdieron la vida en un sospechoso accidente aéreo. El doble magnicidio originó una terrible oleada de violencia étnica en Ruanda, lo que llevó a Butros-Gali, en ese tiempo Secretario General de la ONU, a inculpar al ejército ruandés de genocidio contra la etnia tutsi.

Para el escritor y periodista José Steinsleger, el genocidio ruandés –que se perpetró ante la inoperancia de la comunidad internacional– es el “más sanguinario de la historia, en proporción a su duración: 800 mil asesinatos en 100 días”. 

Pero vayamos al inicio de la masacre, cuando la persecución obligó a los tutsis a buscar refugio en templos católicos. Esta desafortunada elección facilitó a los gendarmes e integrantes de la “interahamwe” (patrullas de la muerte del gobierno y el ejército),  la localización de los integrantes de la etnia perseguida, muchos de los cuales fueron ejecutados en recintos parroquiales.

Diversos miembros del alto clero fueron enjuiciados por su participación en el genocidio ruandés, entre ellos Agustín Misago, arzobispo de Gikongoro, quien fue arrestado el 14 de abril de 1999, luego de que el presidente Pasteur Bizimungu lo acusara de participar en el genocidio. 

Aparte de la anterior denuncia, African Rights acusó a Misago de haber cometido crímenes de lesa humanidad. Para el fiscal, la culpabilidad de Misago era evidente, por ello pidió contra el clérigo católico la pena de muerte. Los cargos que sobre él pesaban eran graves; se le responsabilizaba de haber negado refugio a los tutsis; de haber enviado a 30 escolares a la muerte;  de haber creado un campo de refugiados en Murambi; de colaborar en la masacre de la iglesia de Kibeho, y de haber comprado 100 machetes. 

Sobre este caso, El País Semanal publicó el 7 noviembre de 1999 el artículo de Isabel Hilton, titulado “Ruanda: el obispo de la muerte”. En dicho trabajo periodístico, la autora enumera los crímenes de Misago, aseverando que éste “se ha ganado cada centímetro del camino que le ha llevado hasta la puerta de los tribunales”. 

Lo extraño del caso es que, un año después de su detención, que tuvo lugar el 15 de junio del 2000, un veredicto del tribunal de Kigali lo absolvió de todas las acusaciones, principalmente por la presión que el Vaticano ejerció a lo largo del proceso, calificando como calumnioso el cargo de genocidio que pesaba sobre el prelado. 

El apoyo del Vaticano a Misago fue tanto que, en mayo del año 2000, estando el prelado todavía encarcelado, el papa Juan Pablo II le envió un telegrama en el que le expresaba, entre otras cosas, lo siguiente: “Deseando que se le restituya la libertad y pueda volver a ser guía amorosa de su comunidad diocesana, invoco al Señor resucitado la presencia consoladora de su Espíritu. Mientras de corazón le envío mi bendición apostólica”. Misago recibió también el apoyo de Fides, la agencia noticiosa del Vaticano, que publicó –antes del fallo del juez– una nota explicando las diez razones por las cuales el jerarca católico debía ser considerado inocente. En anteriores columnas he señalado lo que hoy repito: en el dictamen de absolución del magistrado, que se dio en septiembre del año 2000, la presión de la sede papal fue determinante. 

Las sospechas alcanzaron también a otros clérigos acusados de haber participado en el genocidio de Ruanda. Consolata Mu-kangango (sor Gertrudis) y Julienne Mukabutera (sor María Kizito) fueron acusadas de participar en la ejecución de 7 mil tutsis que buscaban refugio en el convento de Sovu. La participación de las “religiosas” consistió en llamar “a las milicias para que echaran del perímetro del convento a los tutsis. Les dieron gasolina a los milicianos para que quemaran a unos 500 tutsis que se habían refugiado en el estacionamiento del convento” (La Jornada, 9 de junio de 2001).

Por estos hechos, las dos monjas benedictinas fueron condenadas a 15 y 12 años de cárcel, respectivamente. La sanción, impuesta por un tribunal de Bélgica el 8 de junio de 2001, provocó la inmediata reacción de Joaquín Navarro Valls, en ese tiempo portavoz del Vaticano, quien hizo pública la inconformidad de Juan Pablo II en los siguientes términos: "El Santo Padre no puede expresar sino una cierta sorpresa al ver cómo la grave responsabilidad de tantas personas y grupos envueltos en este tremendo genocidio en el corazón de África, recae en sólo unas pocas personas". 

Hoy, a 22 años del genocidio ruandés,  una nota de la agencia noticiosa EFE publica que la iglesia de Ruanda ha pedido disculpas por "el papel que jugaron" algunos de sus clérigos en el genocidio. La súplica de perdón, que se plasmó en una resolución firmada este 21 de noviembre por nueve obispos que representan a todas las iglesias de Ruanda, no reconoce la participación institucional de la Iglesia católica, sino sólo la de algunos clérigos de dicha institución. Lo importante es que las investigaciones siguen, lo que nos permitirá conocer aún más sobre estos lamentables hechos.