Por Armando Maya Castro
La carta pastoral “Educar
para una nueva sociedad: reflexiones y orientaciones sobre la educación en
México”, fechada el 6 de junio del presente año, deja en claro que el objetivo
de los obispos de la Conferencia del Episcopado Mexicano es que la educación
confesional retorne a las escuelas públicas, hecho que constituiría un
atropello a las libertades religiosas y de conciencia de los alumnos y de los
padres de éstos.
Lo mismo pretende –aunque
los interesados lo nieguen– la reforma del artículo 24 de la Constitución
Política de los Estados Unidos Mexicanos, aprobada por la Cámara de Diputados
el 15 de diciembre de 2011, y por el Senado de la República el pasado 28 de
marzo. Actualmente, dicha reforma es objeto de análisis y discusión en la
mayoría de los congresos estatales, algunos de los cuales han postergado
inexplicablemente su votación.
El hecho de que nuestras
instituciones cedan a las presiones del episcopado mexicano para que se incluya
la enseñanza religiosa en el sistema de educación pública nacional, constituye una
evidente regresión en materia de libertades y derechos humanos. Significa volver
a los tiempos del México virreinal, que estuvieron marcados por el
reconocimiento del catolicismo como religión oficial del Estado con exclusión
de cualquier otra expresión religiosa.
Luego de la reforma protestante
iniciada por el monje Martín Lutero en Alemania, a principios del siglo XVI, se
aplicó en muchos países europeos el principio “Cuius regio eius et religió”
(los súbditos deben practicar la religión del gobernante). Así las cosas, España y sus colonias
(incluida la Nueva España) tenían que ser católicas, así como Inglaterra y sus
habitantes tenían que ser anglicanos.
En el caso particular de
México, la educación impartida en aquellos siglos estuvo a cargo de las órdenes
religiosas pertenecientes a la Iglesia católica y sirvió en exclusiva a los
intereses del clero mexicano. Sobre el objetivo de dicha educación, el escritor
Jorge Franco, en su libro “Educación y Tecnología: Solución Radical”, apunta: “Desde
1776, el gobierno de la Nueva España había establecido las primeras escuelas en
los cerca de 4 mil ‘pueblos indios’ para cumplir con el objetivo de la Corona
de que los nativos aprendieran la doctrina católica, y leyeran y escribieran el
idioma castellano”.
Franco, luego de señalar que
“las escuelas indígenas no tenían un edificio propio, y que las clases se daban
en las parroquias, en los conventos o en las casas de los mentores”, afirma: “La
educación de la mayoría de la población de entonces tenía el objetivo expreso
de adoctrinar en la fe católica, no desarrollar alguna habilidad para el
trabajo. La mayoría de los habitantes era analfabeta, dedicada principalmente a
la agricultura y al servicio de los terratenientes".
Los primeros intentos por terminar
con el monopolio educativo de la Iglesia católica tuvieron lugar al inicio del
México independiente. José María Luis Mora, uno de los primeros exponentes del
liberalismo en México, fue el primer impulsor de la educación laica y popular,
“la que pensaba podía lograrse destruyendo el monopolio educativo del clero y estableciendo
nuevos criterios pedagógicos”.
La educación
laica fue,
desde las Leyes
de Reforma (expedidas entre 1859 y 1860), la
única admitida en las escuelas públicas de México. "Sin
embargo no fue sino hasta 1874, con el presidente Lerdo de Tejada cuando se
suprimió la enseñanza religiosa en las escuelas públicas y estableció, mediante
decreto, la enseñanza laica".
La ventaja de la educación laica
está en que “no cuestiona los fundamentos de las religiones, pero tampoco se
basa en ellos, sino en los resultados del progreso de la ciencia, cuyas
conclusiones no pueden ser presentadas sino como teorías que se cotejan con los
hechos y los fenómenos que las confirman o refutan. Prescinde así, de
pretensiones dogmáticas y se ubica en la libertad" (Miguel Limón Rojas.
"Educación, laicismo y vida cotidiana". En Laicidad. Texto presentado en El Colegio de México, 6 de abril de
2000).
En nuestro país, la
educación laica fue elevada a rango constitucional el 5 de febrero de 1917. El
artículo 3° de la Carta Magna de ese año establecía la enseñanza laica y la
prohibición a los religiosos de impartir clases en las escuelas primarias, en
los siguientes términos: “La enseñanza es libre pero será laica la que se dé en
los establecimientos oficiales de educación, lo mismo en la enseñanza primaria,
elemental y superior que la que se imparta en los establecimientos
particulares… Ninguna corporación religiosa, ni ministro de algún culto, podrán
establecer o dirigir escuelas de instrucción primaria”.
La única manera de
salvaguardar este importante legado laicista es que la mayoría de los congresos
locales rechacen de manera definitiva la reforma del artículo 24
constitucional, cuyo objetivo esencial es la supresión del carácter laico de la
educación y el perjudicial retorno de la instrucción religiosa a las escuelas
públicas.
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