Por Armando Maya Castro
En
el marco de la 95 Asamblea Plenaria de la Conferencia del Episcopado Mexicano
(CEM), los obispos de México hicieron un exhorto para que el gobierno de
Enrique Peña Nieto enfrente el problema de la violencia que afecta a todos,
incluidos los clérigos de la Iglesia católica, quienes –aseguran– han recibido
llamadas telefónicas de extorsión provenientes de la delincuencia común.
Nadie
en su sano juicio puede descalificar o estar en contra de este llamado, que
intenta la reducción de los altos índices de violencia en nuestro país, algo
que está ocurriendo en la presente administración, según cifras oficiales
presentadas recientemente por Miguel Ángel Osorio Chong, titular de la
Secretaría de Gobernación.
Al
escuchar el exhorto episcopal, surge la pregunta: ¿por qué los obispos del país
no incitan de la misma forma a los católicos que, en nombre de su fe, proceden
violentamente contra los miembros de otros credos religiosos? Si todos ellos lo
hicieran en sus respectivas diócesis, desde hace mucho tiempo se hubiera
logrado la erradicación de la intolerancia religiosa. Tengamos presente que en
la lucha contra este flagelo social, la contribución de los líderes religiosos
es de gran importancia.
Siguiendo
con el mismo punto, conviene preguntarnos, ¿por qué entre los fieles de la
Iglesia primitiva no se practicó jamás la intolerancia religiosa? La respuesta
a esta interrogante la encontramos en el magnífico trabajo que Jesucristo y sus
apóstoles realizaron con los cristianos del siglo I, en quienes lograron formar
valores y una mentalidad totalmente respetuosa. El Señor Jesucristo nunca
empleó la espada ni métodos violentos para persuadir a los hombres de aquel
tiempo. Él era un convencido de que las almas se ganan por el amor de Dios, no
por la fuerza.
El
día que observó entre los suyos un brote de intolerancia, lo suprimió de
inmediato. El evangelio de Lucas refiere este caso en los siguientes términos:
“Entonces respondiendo Juan, dijo: Maestro, hemos visto a uno que echaba fuera
demonios en tu nombre; y se lo prohibimos, porque no sigue con nosotros. Jesús
le dijo: No se lo prohibáis; porque el que no es contra nosotros, por nosotros
es” (Lc. 9:49-50). El Señor Jesús los
mentalizó para que respetaran a quienes predicaban y creían diferente,
desaprobando cualquier acción represiva hacia quienes rechazaban su doctrina.
Cuando algunos de sus discípulos pidieron su autorización para invocar el fuego
del cielo sobre la aldea samaritana que se negó a recibirlos, Él les amonestó
así: “Vosotros no sabéis de que espíritu sois; porque el Hijo del Hombre no ha
venido para perder las almas de los hombres, sino para salvarlas” (Lc.
9:54-56). Asimismo, cuando el Apóstol Pedro desenvainó la espada para
defenderle, él ordenó que la volviera a enfundar.
Está
claro que la lucha contra la intolerancia religiosa no es trabajo exclusivo de
los clérigos católicos y de los líderes religiosos de las demás iglesias. Es
responsabilidad también del Estado, quien está obligado a instrumentar acciones
que promuevan el respeto de las distintas expresiones religiosas y la
aceptación de la diversidad religiosa. En esta tarea, el Estado no puede
cruzarse de brazos; debe trabajar para proteger y hacer efectivo el respeto de
la libertad de creencias.
Por
desgracia, el trabajo en este particular fue muy pobre en los pasados dos
sexenios, en los que se le prestó poca atención a la intolerancia religiosa.
Este descuido ocasionó el incremento de los casos de intolerancia y
discriminación religiosa, males que golpean sin piedad a las minorías
religiosas establecidas en Chiapas, Puebla, Hidalgo y Oaxaca. En estas
entidades federativas, la defensa irracional del catolicismo ha producido
asesinatos, lesiones y amenazas, así como expulsiones, quema y destrucción de
casas, cortes de agua y energía eléctrica en agravio de quienes predican y
practican una fe distinta a la católica.
Lo
más reciente en materia de intolerancia religiosa ocurre en estos momentos en
la comunidad indígena de San Juan Ozolotepec, Oaxaca, donde las autoridades
municipales, abusando de sus facultades, impidieron que se siguiera
construyendo un templo de la congregación Getsemaní. Leopoldo Alonso Silva,
pastor de la congregación agraviada demandó la intervención de la Segob. Lo
hizo así al observar que las autoridades del gobierno de Oaxaca se han negado a
intervenir a su favor, “permitiendo y solapando los excesos de la autoridad
municipal en contra de los miembros de su culto”.
En
este y en los demás casos de intolerancia religiosa, las instituciones del
Estado deben actuar con celeridad, además de privilegiar la aplicación de la
ley, tomando en cuenta que se trata de delitos que deben ser castigados
ejemplarmente. Anteriormente se proponía como solución de estos conflictos la
vía del diálogo y la conciliación, dejando a los autores de estos deplorables
delitos en la más completa impunidad.
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