Por Armando Maya Castro
Indígenas chiapanecos víctimas de la intolerancia religiosa. EFE/Archivo |
En
materia de libertad de creencias religiosas y de culto, la Constitución
Política de los Estados Unidos Mexicanos establece, entre otras cosas, que
“todo hombre es libre para profesar la creencia religiosa que más le agrade, y
para practicar las ceremonias, devociones o actos del culto respectivo…” (Artículo 24).
La
Ley de Asociaciones Religiosas y Culto Público (LARCP), reglamentaria de las
disposiciones de nuestra Carta Magna en materia de asociaciones, agrupaciones
religiosas, iglesias y culto público, establece que el Estado Mexicano
garantiza en favor del individuo, el siguiente derecho: “Tener o adoptar la
creencia religiosa que más le agrade y practicar, en forma individual o
colectiva, los actos de culto o ritos de su preferencia”.
A
pesar de estos ordenamientos jurídicos, en México prevalece todavía la “cultura”
de la intolerancia sobre la libertad de creencias y de culto, como lo demuestra
el acoso arbitrario que se ejerce sobre las personas que, haciendo uso de sus
libertades y derechos, deciden separarse de la Iglesia mayoritaria para
incorporarse a otra institución religiosa.
Para
los autores de estos ilícitos, la legislación nacional e internacional que
salvaguarda los derechos religiosos del hombre es sólo letra muerta. Con base
en lo anterior, podemos asegurar que la libertad religiosa en México no es
plena. De serlo, todos podríamos profesar, sin complicación alguna, la creencia
religiosa de nuestro agrado.
La
intolerancia ha sido y sigue siendo opuesta a la libertad religiosa; José M.
González del Valle acierta cuando dice que “hablar de intolerancia religiosa
equivale a hablar de ausencia de libertad religiosa”. Julia Didier va más allá
al afirmar que este fenómeno “suscita la inquisición, es decir el arresto, y
aun la supresión de las minorías religiosas de un país”.
Regularmente,
las personas e instituciones intolerantes cubren sus doctrinas e ideas con un
manto sagrado, procurando que sean intangibles y obligatorias para todos los
demás. La violencia que ejercen contra los que divergen de su forma de pensar y
creer, aparte de evidenciar su carácter intransigente, los sitúa en el terreno
de la ilegalidad.
El
pasado 4 de noviembre, el obispo de una diócesis católica que se sitúa en la
región más intolerante del país reconoció la elevada tasa de intolerancia
religiosa en el estado de Chiapas. En el marco de esas declaraciones, el
prelado chiapaneco lamentó que las instituciones de Estado registren únicamente
las agresiones que reciben los evangélicos de los católicos, pero no los
ataques que éstos reciben de los grupos protestantes.
Al
respecto, es oportuno señalar: todo evento de intolerancia religiosa,
independientemente de quien lo practique, deber ser condenado enérgicamente por
la sociedad y castigado conforme a la ley. Nadie en su sano juicio puede
defender o justificar la violencia religiosa. Sin embargo, tenemos el deber de
precisar –con base en los registros oficiales- que los embates de los
evangélicos son mínimos comparados con el número de agresiones perpetradas por
los católicos fundamentalistas de la región de Los Altos de Chiapas.
A
lo largo de la Era cristiana, diversos grupos religiosos han participado en
acciones de violencia religiosa. Sobre este punto, Henry H. Halley, autor del
Compendio Manual de la Biblia, refiere: “Es cierto que Calvino consintió en la
muerte de Servet. Los luteranos alemanes mataron a unos pocos anabaptistas.
Eduardo VI de Inglaterra ejecutó en seis años a dos católicos (en los 5
siguientes, María romanista quemó a 282 protestantes). Isabel I ejecutó en 45
años, a 187 romanistas, la mayor parte por complots de insurrección o de
asesinato, y no por herejía. En Massachussets, en 1659, los puritanos ahorcaron
a 3 cuáqueros, y en 1692 hubo 20 ejecutados como hechiceros. Al protestantismo
puede imputárselo algunos cientos de mártires, o cuando más unos pocos miles; pero
los muertos por Roma suman incontables millones”.
Las
acciones criminales de estas iglesias, independientemente de la cantidad de
víctimas, de las razones que hayan tenido y de los métodos que hayan empleado,
serán siempre un estigma para quienes los han perpetrado. Manchas así no las
tuvo ni las hubo en Iglesia primitiva, quien se caracterizó por practicar la
doctrina de amor y perdón de Jesucristo y por imitar el ejemplo inmaculado de
este Santo Ser.
Publicado en El Mexicano de Tijuana
Publicado en El Mexicano de Tijuana
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