Por Armando Maya Castro
El pasado jueves se
cumplieron 28 años del terremoto del 19 de septiembre de 1985, uno de los más
devastadores en la historia de la Ciudad de México. El epicentro del sismo, que
tuvo una magnitud de 8.1 grados en la escala de Richter, se localizó cerca de
la desembocadura del río Balsas, entre los límites de Michoacán y Guerrero.
Tuvo una duración de poco más de dos minutos y afectó a varios estados de la
República Mexicana, dejando un saldo de 9.500 muertos, miles de desaparecidos y
cientos de miles de damnificados.
El Distrito Federal, sede de
los Poderes de la Unión, contaba entonces con una población de dieciocho
millones de habitantes. Fue en ese lugar, justamente, donde la destrucción
afectó a una mayor cantidad de gente: “provocó daños en 5,728 inmuebles,
derrumbando totalmente 465. El 68 por ciento de las viviendas afectadas
(100,000) eran habitaciones familiares, por lo que quedaron sin casa cerca de
medio millón de personas".
La tragedia desnudó
irregularidades producto de la corrupción que imperaba en aquellos años. Estas
anomalías permanecieron por algún tiempo cubiertas por el concreto, pero el desplome
de un importante número de estructuras edificadas por el gobierno reveló que
éstas “no cumplían con los requisitos mínimos establecidos en el reglamento de
construcción vigente en esa época, ni en lo que se refiere a las normas de
construcción ni en lo referente a la calidad de los materiales”. No se necesita
mucha imaginación para inferir que el dinero economizado fue a parar a los
bolsillos de varios funcionarios corruptos y de no pocos contratistas
deshonestos, por culpa de los cuales perdieron la vida miles de personas.
Estas acciones deshonestas e
irresponsables facilitaron la obra devastadora del terremoto, que derribó con
su fuerza varios complejos de viviendas públicas, hospitales, escuelas y
clínicas. En columnas anteriores me he unido a las voces que han señalado que
la magnitud de la destrucción y la pérdida de vidas humanas hubieran sido menores
si en la construcción de esos edificios se hubieran utilizado materiales de
buena calidad, conforme lo indicaba el reglamento de construcción.
El sismo de 1985 evidenció
la impotencia e incapacidad del gobierno encabezado por el extinto Miguel de la
Madrid Hurtado, quien prefirió acuartelarse en Los Pinos y Palacio Nacional que
apersonarse en la zona siniestrada. De manera inexplicable, el presidente de la
República se atrevió a rechazar la ayuda de la comunidad internacional:
"Estamos preparados para atender esta situación y no necesitamos recurrir
a la ayuda externa. México tiene los suficientes recursos y unidos, pueblo y
gobierno, saldremos adelante. Agradecemos las buenas intenciones, pero somos
autosuficientes", declaró a los medios de comunicación el mandatario
priísta.
Frente a esta actitud
indolente, y ante los esfuerzos de socorro mal organizados por parte del
gobierno federal, surgió como nunca antes la respuesta espontánea de una sociedad
civil que tomó en sus manos el rescate y auxilio de los damnificados,
realizando innumerables esfuerzos en apoyo de sus semejantes.
Guadalupe Loaeza, en su
libro Los de Arriba, cuenta que la
burguesía mexicana “por primera vez se había unido con el resto de la sociedad
mexicana y junto con ella se habían organizado para ayudar a los damnificados”.
Refiere la escritora que “miles de señoras de Las Lomas, de Polanco, de San
Ángel y de otras zonas residenciales hervían agua, donaban cobertores,
medicinas, hacían tortas, prestaban sus coches para llevar comida a las
colonias más afectadas y ofrecían sus casas para acopio de víveres. Muchas de
ellas suplicaban a sus maridos que contribuyeran con el producto de sus
fábricas. Muchas de ellas, por primera vez, canalizaron todas esas ganas que
tenían de contribuir con su país llevando despensas hasta las zonas más
alejadas de la ciudad. Por fin, muchas de ellas se sentían útiles, altruistas y
hasta nacionalistas”.
A veintiocho años de dicha tragedia,
cuando ya no están entre nosotros muchos de los mexicanos que colaboraron desinteresadamente
en el rescate de las víctimas, en la asistencia a las familias afectadas, y en
la reconstrucción de la ciudad de México, los habitantes de esta gran nación
tenemos el deber de inspirarnos en las manifestaciones de solidaridad que
propició aquel sismo. “Ingrid” y “Manuel” han puesto ante nosotros la oportunidad
de ayudar a los que resultaron afectados por ambos fenómenos meteorológicos en varios
estados de la República Mexicana. Al abrir nuestras manos para ayudarlos,
estaremos aliviando el dolor de nuestros semejantes, al tiempo de imitar el ejemplo
de solidaridad de quienes apoyaron a las víctimas del terremoto de 1985.
Twitter: @armayacastro
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