Por Armando Maya Castro
Llegó septiembre, el mes de
la patria y, con él, las celebraciones con motivo del 203 aniversario del
inicio de la Guerra de Independencia, movimiento que inició el ex cura Miguel
Hidalgo y Costilla, el 16 de septiembre de 1810. En el marco de esta guerra,
que enfrentó a dos adversarios desiguales, murieron decenas de miles de indios
y mestizos que lucharon por el México libre e independiente que ahora
disfrutamos.
En las celebraciones
patrias, que tienen lugar a lo largo y ancho de la República Mexicana,
participa la gran mayoría de los mexicanos. Celebran la gesta los hombres y
mujeres que de manera permanente, y desde sus diversas trincheras, se esfuerzan
para hacer de México un país mejor en todos los sentidos. Se unen al festejo
aquellos mexicanos que se caracterizan
por su escaso o nulo interés en la solución de los grandes problemas que
nos afectan. Participan, incluso, aquellas personas que, desde el terreno de la
ilegalidad, se la pasan alterando la paz social que tanto nos interesa a los
mexicanos.
Septiembre y sus
celebraciones son una buena ocasión para que todos, incluida la clase política
mexicana, nos preguntemos: ¿qué estamos haciendo en favor de México? Pero esto
debe ir más allá de la cuestión discursiva y festiva, terreno en el que suelen
quedarse muchos de nuestros políticos, creyendo que una disertación cargada de
expresiones nacionalistas es garantía de verdadero patriotismo.
Tampoco es prueba de amor
por la patria el uso de las banderas tricolores que se colocan en las antenas
de los autos, en las casas y en los establecimientos comerciales. Amar a México
no es hacer gala de patriotismo en la conmemoración de las fiestas patrias,
establecida a solicitud de José María Morelos y Pavón en 1813, cuando apenas
habían transcurrido tres años de lucha independentista.
El verdadero patriotismo es
mucho más que ornamentos y foquitos con los colores patrios adornando las
calles y principales avenidas de las villas y ciudades mexicanas. Patriotismo
es el probado amor a la patria, a su gente
y a su vasta cultura, y no sólo
la remembranza eventual de los héroes que nos legaron una patria libre.
Patriotismo es el valor que nos impulsa a respetar y amar a nuestra patria a
través del trabajo honrado y del esfuerzo cotidiano.
El Diccionario de la Real Academia Española establece de manera clara la diferencia
entre patriota y patriotero. Al primero lo define como la “persona que tiene amor a su patria y procura todo su bien”; en tanto que el patriotero es el
“que alardea excesiva e
inoportunamente de patriotismo”. Estos
últimos abundan en México y, sin lugar a dudas, en todos los países del mundo. Son aquellos que intentan exhibir, de manera ocasional, su amor por
México, sin aportar lo justo para el bienestar de la nación, y sin contribuir
con sus esfuerzos a la realización de los grandes proyectos y causas del país.
En nuestra historia hay muchísimos ejemplos de hombres y mujeres que, desde
sus altos puestos, han profesado su amor por México, sin que lo hayan podido
demostrar en el terreno de los hechos. Me refiero, evidentemente, a personajes
de la clase política y gobernante que –a pesar de sus eufóricos ¡viva México!
de cada 15 de septiembre– jamás pudieron probar que el patriotismo del que
hacían gala en sus discursos fuese real. Su falta de responsabilidad, de integridad
y de transparencia revela también su falta de amor por el país que les ha dado
todo a ellos y a sus familias.
Insisto: el verdadero patriota
es el que procura y hace lo mejor por y para México; el que no se vale de
discursos vacíos ni de un catálogo de buenas intenciones, como esos que “cargan”
en sus portafolios muchas de nuestras autoridades. El auténtico patriotismo se demuestra
cuando éstas –y todas las personas que vivimos en esta gran nación– trabajan honrada
e incesantemente para construir un México más próspero que el actual.
Un ejemplo de genuino
patriotismo lo tenemos en los héroes que nos dieron patria y libertad; esos que
supieron anteponer a sus intereses personales el interés de la nación. Uno de
ellos fue el General Vicente Guerrero, quien recibió del gobierno virreinal, a
través de su padre, una oferta de perdón a cambio de retirarse de la
insurgencia. La respuesta del General es prueba irrebatible de verdadero
patriotismo: "Compañeros, este anciano respetable, es mi padre; viene a
ofrecerme empleos y recompensas en nombre de los españoles. Yo he respetado
siempre a mi padre, pero mi Patria es primero".
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