sábado, 7 de septiembre de 2013

EL GRITO DE DOLORES

Por Armando Maya Castro
El Grito de Dolores marca el inicio de una insurrección que fue larga, cruel y sangrienta: se prolongó por más de 10 años y tuvo un costo de 600 mil muertos
El 24 de febrero de 1821, Agustín de Iturbide, quien combatió a los insurgentes en los primeros años de lucha independentista, promulgó el Plan de Iguala, el primer paso en concreto hacia la independencia de México. El plan exhortaba, entre otras cosas, “a la unidad entre americanos y europeos (españoles residentes en México), como base de concordia para las tareas de reconstrucción política y económica”. El 27 de septiembre de ese año, el Ejército Trigarante ingresó triunfante a la capital de la Nueva España, consumándose así la independencia de México y, por ende, el fin del dominio español.

La madrugada del 16 de septiembre de 1810, el ex cura Miguel Hidalgo y Costilla emitió el Grito de Dolores, que ha pasado a la historia como el comienzo de la independencia de México, no como la consumación de la misma. Este “grito” marca el inicio de una insurrección que fue larga, cruel y sangrienta: se prolongó por más de 10 años y tuvo un costo de 600 mil muertos.

Para algunos autores, el Grito de Dolores es la culminación de una etapa de inconformidad que comenzó con la llegada de los españoles a territorio mexicano. Este descontento, ocasionado por las injusticias y los abusos, se fue incrementando durante los tres siglos de dominación hispana.

El grito se dio de manera improvisada, luego de que fuera descubierta la conspiración de Querétaro. No figuraba en los planes de los principales miembros de la citada conspiración, cuyo objetivo primordial era constituir una junta gubernativa que tomara el poder a nombre de Fernando VII.

Esta conspiración fue denunciada por uno de los principales implicados en la misma, el capitán Joaquín Arias, quien participaba en la conjura junto con "un importante número de letrados militares, curas y comerciantes criollos de Querétaro y de otras localidades del Bajío que se reunían regularmente en la tertulia organizada en la casa del presbítero José María Sánchez”. Los conspiradores, al igual que decenas de miles de mexicanos de la época, tenían un interés común: lograr la independencia de México y ponerle fin a la humillante situación de miles de indígenas y mestizos, interesados en acabar con las injusticias y abusos cometidos por los colonizadores.

El historiador de origen español, Agustín Sánchez Andrés, apunta que “la conspiración contaba con la complicidad del corregidor de Querétaro, José Miguel Domínguez, cuya esposa [Doña Josefa Ortiz de Domínguez] era una ardiente defensora de la independencia de la Nueva España”. El investigador antes mencionado asienta que “al frente del complot se encontraban dos militares criollos que había estado implicados en los sucesos de Valladolid: Ignacio Allende y Juan Aldama, capitanes de regimiento de Dragones de la Reina, acantonado en San Miguel el Grande”.

Al completar la lista de los implicados, Sánchez Andrés nos dice: “Entre los conjurados encontramos a letrados criollos como Francisco Araujo, Juan N. Mier, Antonio Téllez o Ignacio Gutiérrez; ricos comerciantes como Epigmenio y Emeterio González; oficiales de las milicias criollas como los capitanes Mariano Abasolo o Joaquín Arias y clérigos como el presbítero Sánchez y el párroco Miguel Hidalgo y Costilla”.

Ignacio Allende, oficial militar y pequeño propietario de tierras, era el organizador y líder de la conjura de Querétaro. Sin embargo, el descubrimiento de ésta y el desarrollo de los acontecimientos acabarían provocando su desplazamiento por Hidalgo, cuya fuerte personalidad terminó opacando a la de los restantes caudillos insurgentes, apunta Sánchez Andrés.


Sin lugar a dudas, la actuación de Hidalgo y de José María Morelos y Pavón fue determinante en la conformación de México como nación independiente. Sin embargo, el hecho de que estos próceres hayan sido por algún tiempo sacerdotes católicos no le da derecho a la Iglesia católica a adjudicarse el mérito de la independencia. Tengamos presente que los obispos de esta institución excomulgaron a los sacerdotes insurgentes y tendieron a aliarse en todo momento con la Corona española. En su manifiesta inclinación al trono español, “fulminaron anatemas y excomuniones contra los principales jefes de la revolución y contra los que supiesen quienes eran adictos a su partido, obligándoles a que los delatasen a los magistrados seculares". En el Vaticano, los papas hicieron declaraciones contra la lucha por la independencia en 1816 y en 1823”. No hay que olvidar que fue hasta el 29 de noviembre de 1836 cuando “Gregorio XVI –sucesor de Pío VIII– reconoció la independencia de México. Esto ocurrió justo en la última etapa de negociaciones con España, cuyo reconocimiento se formalizó el 28 de diciembre del mismo año". 

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