Por Armando Maya Castro
La precipitada aprobación de
la iniciativa de reforma del artículo 24 constitucional, por parte de las
comisiones de Puntos Constitucionales y Estudios Legislativos de la Cámara de
Senadores, realizada el pasado 14 de marzo, constituye una traición al legado
de Benito Juárez y de los hombres de la reforma, quienes figuran en nuestra
historia como los constructores del Estado laico mexicano.
Para la historiadora Patricia
Galeana, el triunfo de la reforma liberal (1855-1876), encabezada por el oriundo
de San Pablo Guelatao, “significó la liquidación de las supervivencias
novohispanas que habían subsistido durante medio siglo de vida independiente”. En
ese tiempo, Benito Juárez emitió las Leyes de Reforma de 1859: Ley de
Nacionalización de los Bienes del Clero Secular y Regular; Ley del Matrimonio
Civil; Ley del Registro Civil, y la Ley sobre Libertad de Cultos (1860). Muchos
de estas conquistas se han evaporado por la presión del clero y la
condescendencia de la “clase” política mexicana hacia la Iglesia católica.
Algunos autores señalan que la verdadera independencia de México no se dio […]
cuando el Ejército Trigarante desfiló exitoso en las calles de la ciudad de
México en 1821, [sino] cuando Benito Juárez triunfó y expropió y nacionalizó
los bienes, bancos, financieras, hipotecarias, el inmenso inmobiliario,
ranchos, haciendas y todo género de propiedades, haberes y recursos de la
iglesia católica” (Francisco Martín Moreno, Las
Grandes Traiciones de México, Joaquín Mortiz, México, 2000, p. 185). Personalmente
comparto esta tesis, así como la opinión de quienes sostienen que lo que no
logró la revolución de independencia, se halla contenido en las Leyes de Reforma,
conquista indiscutible del movimiento liberal.
Coincido con aquellos que han
señalado que el ideal de Juárez –y el de los liberales que aglutinó en torno
suyo– “era la construcción de un México de ciudadanos genuinos, iguales en
derechos al margen de su pertenencia étnica, su lugar de procedencia, su grupo
social, su religión o su cultura” (Gilberto Rincón Gallardo, Entre el pasado definitivo y el futuro
posible, Fondo de Cultura Económica, México, 2000, p. 114).
En 1867, el Benemérito de las
Américas expidió, en uso de las facultades de que se hallaba investido, la Ley
Orgánica de Instrucción Pública, de gran trascendencia para la vida de la
nación. Aunque esta ley tenía la finalidad de organizar la enseñanza laica a lo
largo y ancho del territorio nacional, su vigencia se limitó al Distrito
Federal, ya que el Congreso de la Unión carecía de facultades en la materia. Fue
hasta la llegada de Sebastián
Lerdo de Tejada a la Presidencia de la República, cuando su gobierno “suprimió
la enseñanza religiosa en las escuelas públicas”, estableciendo la instrucción
laica mediante decreto firmado el 10 de diciembre de 1874.
Esta educación quedó plasmada en nuestra actual
Constitución, promulgada el 5 de febrero de 1917. El artículo 3° constitucional
estableció la enseñanza laica en los siguientes términos: “La enseñanza es
libre pero será laica la que se dé en los establecimientos oficiales de
educación, lo mismo en la enseñanza primaria, elemental y superior que la que
se imparta en los establecimientos particulares… Ninguna corporación religiosa,
ni ministro de algún culto, podrán establecer o dirigir escuelas de instrucción
primaria”. De esta manera, se prohibió a los sacerdotes católicos impartir
clases en las escuelas primarias, lo que resultó benéfico para los habitantes
del pueblo de México.
La precipitada aprobación de la reforma del artículo 24
en comisiones echa por tierra los logros de la Reforma Liberal. Resulta
indignante y, al mismo tiempo, insultante que algunos senadores, tras haber
admitido que el texto de dicha reforma “no es
muy afortunado en su redacción”, hayan pedido su inmediata aprobación. Despierta
sospecha la apresurada aprobación de la minuta, “a pesar de sus deficiencias y
de lo mal redactado que está”. Ante esto, conviene preguntarnos: ¿actuaron
estos legisladores con integridad republicana o por consigna?
Es lamentable también que la reforma en cuestión se haya concretado ignorando
los sólidos planteamientos, argumentos y exposiciones de un sinnúmero de
intelectuales, académicos, asociaciones religiosas y organismos de la sociedad
civil, quienes demostraron que la intencionalidad
de la reforma es otorgar privilegios a la Iglesia católica, en claro perjuicio
de las minorías religiosas establecidas en el país.
Duele que ambas comisiones hayan decidido favorecer los intereses y
exigencias de la jerarquía católica, dándole la espalda al pueblo de México.
Esta aprobación es, en mi opinión, una de las peores traiciones a México, sin
importar que los senadores de las citadas comisiones hayan decidido aprobar la
reforma del artículo 40 constitucional. No queremos una República que se
denomine laica, sino un Estado que realmente lo sea, que cierre el paso a las
aspiraciones del clero, quien sigue ganando terreno e insistiendo en intervenir
en la educación de nuestros hijos y en la definición de una ética de Estado,
cuando su tarea no es impartir religión en las escuelas ni definir lo ético y
lo no ético, sino sólo lo jurídico y lo antijurídico. No está por demás recordarle
al Estado y, de paso, también al clero, el viejo y conocido refrán: Zapatero, a tus zapatos.
Twitter: @armayacastro
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