Por Armando Maya Castro
Desde hace algún tiempo, los nuevos grupos religiosos suelen ser conceptuados como sectas por quienes son reconocidos como estudiosos y expertos del fenómeno religioso, sin que éstos tomen en cuenta que la Iglesia que Jesucristo fundó fue, en el siglo primero de nuestra era, una religión nueva, con un mensaje nuevo, que el fundador del cristianismo llamó Evangelio, palabra que proviene del griego “evangelion”, que quiere decir “buena nueva” o “buena noticia”.
Los religiosos intolerantes de aquella centuria nunca vieron con buenos ojos al cristianismo; persiguieron con saña desmedida a su fundador y a quienes lo profesaban, al grado de complicarles la vida a los miembros y autoridades de la Iglesia primitiva, algunas de las cuales experimentaron el martirio, como lo padeció también Jesucristo, el Hijo de Dios.
Hoy en día, bajo el argumento de que las llamadas sectas religiosas son altamente peligrosas, y de que la sociedad necesita estar protegida contra las “actividades nocivas” de éstas, la historia de discriminación y violación a los derechos humanos de los integrantes de las minorías religiosas se repite, sin que a los investigadores y a sus fuentes les interese el daño que provocan a los miembros de las comunidades religiosas que califican como sectas. Esto ocurre en nuestro país a pesar de las leyes y de una serie de tratados internacionales de derechos humanos y otros instrumentos adoptados desde de 1945, mismos que han conferido una base jurídica a los derechos humanos inherentes.
Si consideramos que los más perjudicados por esta intolerancia son los menores de edad, hijos e hijas de quienes profesan una fe distinta al catolicismo, nos daremos cuenta que no se trata de un daño menor o insignificante, sino de un daño mayúsculo, que podemos y debemos evitar, si es que en verdad nos interesa que reine la paz social y la convivencia armónica en las escuelas y demás sitios públicos donde concurre la diversidad.
Y cuando hablo de daño me refiero a las diversas expresiones y acciones de intolerancia y discriminación religiosa que padece la población evangélica a lo largo y ancho de México, con actos de crueldad que forman un amplio catálogo: expulsiones masivas, cortes de suministro de agua y energía eléctrica, violaciones, amenazas, lesiones, asesinatos y otros crímenes que, por la inacción de la Secretaría de Gobernación, han quedado, en su inmensa mayoría, sin solución y sin castigo.
Me parece oportuno señalar que es justamente este tipo de impunidad la que anima a varias personas y grupos a mantener su inflexible postura de intolerancia religiosa en contra de las personas y familias que, en pleno ejercicio de la libertad religiosa, deciden incorporarse a determinado credo religioso.
En Chiapas, el estado mexicano con más conflictos basados en motivaciones de índole religiosa, la intolerancia de los llamados católicos tradicionalistas es un fenómeno en franco ascenso. Esto a pesar de que los números demuestran que se trata de la entidad federativa con la diversidad religiosa más amplia del país, con una población no católica que, según el Censo de Población 2010, alcanza ya el 42 por ciento, incluido el 12.1 por ciento que se declaró sin religión (El Universal, 18 de abril de 2014).
Desde los años sesenta hasta la fecha, los católicos tradicionalistas de Los Altos de Chiapas han expulsado de sus comunidades a más de 40 mil evangélicos por sus creencias religiosas. Estos casos de violencia religiosa, que en la administración de Juan Sabines Guerrero tuvieron un alarmante repunte, han obligado a miles de evangélicos a emigrar a otros estados de la República mexicana y, a muchos de ellos, a la Unión Americana.
Lo realmente sorprendente es que cuando ocurren estos lamentables eventos, los sociólogos que indilgan a los evangélicos el epíteto de secta, son los primeros en salir a descalificar en medios este tipo de acciones, sin admitir que, en cierta medida, ellos también son responsables de dicha intolerancia, por calificar como sectas a varias minorías religiosas, exhibiéndolas ante la sociedad como grupos dedicados a actividades turbias, que “distorsionan valores e ideas tradicionales: la convivencia, la dependencia familiar, el trabajo, la propiedad individual o las ideas propias”.
Una manera de contribuir a la disminución de estos actos de intolerancia religiosa sería legislar para que en México se sancione y prohíba terminantemente el uso del término secta cuando con éste se haga referencia a las asociaciones religiosas que son respetuosas de las leyes del país y que cuentan con su correspondiente registro constitutivo ante la Secretaría de Gobernación.
Twitter: @armayacastro
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