Por Armando Maya Castro
Hoy, hace 86 años, fue asesinado el general
Álvaro Obregón Salido, en ese tiempo presidente electo de México. El magnicidio
fue perpetrado en el restaurante La Bombilla, de San Ángel, sitio al que
Obregón asistió para celebrar el triunfo electoral que le aseguraba un segundo
mandato presidencial.
Mientras que el oriundo de la hacienda de
Siquisiva, Sonora se disponía a tomar sus alimentos, el cristero José de León
Toral se acercó y, tras distraerle mostrándole las caricaturas que él mismo
había hecho de algunos de los asistentes, sacó una pistola que descargó en la
espalda de Obregón, quien cayó de bruces sobre su propio platillo. La muerte
fue instantánea; no hubo tiempo de prestarle auxilio médico.
Este magnicidio tuvo lugar en plena cristiada, conflicto
armado “que enfrentó [entre 1926 y 1929] a los gobiernos postrevolucionario de
Plutarco Elías Calles y Obregón con la Iglesia católica y que costó al país
alrededor de 70 mil muertos, la caída de la producción agrícola y la emigración
de 200 mil personas”, escribe Rossana Reguillo en el libro Narraciones anacrónicas de la modernidad: melodrama e intermedialidad
en América Latina.
Ocho meses antes, el ingeniero Luis Segura
Vilchis, miembro de la Liga Nacional Defensora de la Libertad Religiosa
(LNDLR), había intentado asesinar a Obregón lanzando tres bombas de dinamita contra
el coche de éste. Antes de que fuera detenido, el autor del atentado informó a
Miguel Palomar y Vizcarra, vicepresidente de la LNDLR, que las órdenes se
habían cumplido, pero que “debido al desajuste de los niples, las bombas habían
fallado y que, al huir, Nahum Lamberto Ruiz había sido herido”. Aparte de éste,
la policía detuvo en plena huida a Juan Tirado, uno de sus cómplices.
Las pesquisas policiacas lograron la
localización y detención de Segura Vilchis, quien negó –al momento de su
detención– haber participado en el atentado, presentando como prueba un boleto
para la corrida de toros. Esta coartada convenció a todos de su inocencia,
incluso al propio Álvaro Obregón. Sin embargo, al ser detenidos el sacerdote
Miguel Agustín Pro y su hermano Humberto, el ingeniero se declaró culpable
único del delito: “Yo asumo toda la responsabilidad moral y material del
atentado dinamitero, del que fui director”, dijo.
El 23 de noviembre de 1927, el inspector Roberto
Cruz mandó fusilar a todos los implicados, incluidos los hermanos Pro. La
Iglesia católica sostiene desde entonces la inocencia del sacerdote Miguel
Agustín Pro, a quien el papa Juan Pablo II beatificó en 1988, sin que tribunal
alguno haya declarado su inocencia.
José de León Toral, a la semejanza de Segura
Vilchis, no actuó sólo. Días antes de su criminal acción, sostuvo una conversación
con la abadesa María Concepción Acevedo y de Llata, mejor conocida como la
madre Conchita. El comentario de Toral a la “religiosa” fue este: “Acabo de oír
un comentario en un tranvía: que un rayo fue el que mató al aviador [Emilio]
Carranza y que fue castigo del cielo. ¡Cómo ese rayo no lo mandó Dios a Obregón
o Calles!”. La monja le respondió: “Pues eso Dios lo sabrá, lo que sí sé es
que, para que se componga la cosa, es indispensable que mueran Obregón, Calles
y el patriarca Pérez”.
La Star
automática calibre 32 con que Toral asesinó a Obregón fue bendecida por el
jesuita José Aurelio Jiménez, quien se defendió en todo momento afirmando que cuando
bendijo la pistola ignoraba el uso que el homicida le daría. El proceder de
este sacerdote, de la madre Conchita y de todos quienes empuñaron las armas
durante el conflicto cristero, fue totalmente opuesto al apacible proceder de Jesucristo,
quien enseñó a los suyos que es más grande e importante la paz y el amor que la
violencia y el poder destructivo de las armas.
En concordancia con el ejemplo y enseñanza de Jesucristo,
los apóstoles enseñaron a los creyentes que es necesario seguir la paz con
todos, incluso con los enemigos de la Iglesia, explicando a los fieles que la
búsqueda de la paz implica alejarse de la guerra y no prestarse para bendecir armas
cuyo uso es abominable ante los ojos de Dios, ya que se usan para dañar la
integridad física de las personas que por mandato divino debemos amar.
Durante la Guerra Cristera, como ocurrió
también en las cruzadas, el clero católico le restó valor e importancia al
mandamiento bíblico “no matarás”. Si lo duda, analice usted lo que el 27 de
marzo de 1927 escribía el arzobispo José Mora y del Río a Emeterio Valverde,
obispo de León, Guanajuato: “Por aquí estamos todos muy optimistas respecto al
resultado próximo de la actual contienda y éstos [los revolucionarios callistas
perseguidores] mismos se consideran imposibilitados para sostenerse, pero
oponen resistencia tenaz. A los soldados el grito de Viva Cristo Rey les causa
tal efecto que dicen no poder disparar sus armas, de modo que lo que alienta a
los heroicos defensores amilana a los contrarios”.
Leyó usted perfectamente bien, estimado lector.
Los prelados mexicanos se sentían “optimistas” del uso de las armas y del
resultado de la guerra. Para ellos no era lamentable que durante los
enfrentamientos los soldados callistas se abstuvieran de abrir fuego contra quienes
consideraban protectores de la Iglesia de Cristo y defensores de una noble causa.
No creo equivocarme al afirmar que la enseñanza cristiana reprueba las criminales
acciones cristeras, el optimismo de la jerarquía católica y el asesinato de
Toral y sus cómplices.
Twitter: @armayacastro
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