Por Armando Maya Castro
Palacio de Chaillot en París; sitio donde se aprobó, en 1948, la Declaración Universal de los Derechos Humanos
|
Ayer
se cumplieron 64 años de la aprobación de la Declaración
Universal de los Derechos Humanos en el Palacio de Chaillot, ubicado en París,
con el voto favorable de 48 Estados, ninguno en contra, y las abstenciones de
la URSS, Bielorrusia, Ucrania, Checoslovaquia, Polonia, Yugoslavia, Sudáfrica y
Arabia Saudí. La República de Honduras y Yemen no estuvieron presentes en la
votación final, por ello sus votos no fueron contabilizados.
Aquel
10 de diciembre de 1948, la Asamblea General de la Organización de las Naciones
Unidas (ONU) dio a luz un manifiesto que, desde entonces y hasta la fecha, es
considerado como la declaración básica de los derechos inalienables e
inviolables de todos los seres humanos.
Dos
años más tarde, la ONU invitó a los Estados miembros a considerar el 10
diciembre, Día de los Derechos Humanos, con el propósito de “tener presente que
los agravios y abusos que sufrió la humanidad no tienen cabida en una sociedad
en la que debe imperar el respeto a la dignidad de las personas”.
Es
importante señalar que los preceptos de la Declaración "se han ido
desarrollando por medio de "pactos" o convenios internacionales, por
la actuación de los organismos especializados de las Naciones Unidas o por
organizaciones regionales (Organización de Estados Americanos, Consejo de
Europa, Organización de la Unidad Africana) y por la recepción de la
Declaración Universal en las Constituciones, normas internas y jurisprudencia
de diversos países".
A
diferencia de los pactos, la Declaración de Derechos Humanos no es una norma
jurídica convencional, es decir, no tiene fuerza de ley como la tienen los
tratados internacionales para los países que los ratifican. Para muchos países,
la Declaración posee la más alta autoridad moral, pero no jurídica. En el caso
específico de México es distinto, ya que los derechos humanos fueron elevados a
rango constitucional.
Al
respecto, es oportuno recordar las palabras de Eleonor Roosevelt, Presidenta de
la Comisión de Derechos Humanos y representante de los Estados Unidos en la
Asamblea General, el mismo día de la adopción de la Declaración: “No es un
tratado, ni un acuerdo (“agreement”) internacional. No es, ni pretende ser, una
declaración de derecho o de obligación jurídica. Es una declaración de
principios básicos de derechos humanos y libertades, impresa con la aprobación
de la Asamblea General con el voto formal de sus miembros, para que sirva como
un ideal común por el cual todos los pueblos y naciones deben esforzarse”.
Los
expertos en la materia coinciden al señalar que la Declaración Universal de
Derechos Humanos obliga moralmente a todos los países, la hayan firmado o no. Manifiestan
que los pactos y convenciones internacionales se crearon para lograr que la
Declaración tuviera fuerza jurídica. Para tal efecto, los pactos y convenciones
“deben ser firmados por los Estados y luego ratificados, es decir aprobados por
los respectivos Congresos y convertidos en ley”.
En
materia de derechos y libertades, los integrantes de los Congresos de cada
nación no deben apoyarse en interpretaciones superficiales de algunos pactos
internacionales para crear leyes o hacer reformas que contravengan los derechos
contenidos en la Declaración Universal de los Derechos Humanos.
La
labor legislativa que se efectúa en los Congresos debe proteger, por encima de
líneas y/o consignas, los derechos humanos y las libertades fundamentales. Las
modificaciones legislativas deben realizarse sin pasar por alto la Declaración
Universal de los Derechos Humanos. Nuestro país no debería seguir el ejemplo de
aquellas naciones que han violado los derechos que se estipulan en la
Declaración que ellas mismas firmaron.
Es
altamente preocupante el avance de la reforma del artículo 24 constitucional,
cuyo propósito principal es la implantación de educación religiosa en las
escuelas públicas. La consumación de esta reforma ocasionará que los niños y
adolescentes que profesan una fe distinta a la católica sean víctimas de actos
de intolerancia y discriminación. Al respecto, me parece importante recordar el
artículo séptimo de la Declaración que el día de ayer cumpliera 64 años de
vida: “Todos son iguales ante la ley y tienen, sin distinción, derecho a igual
protección de la ley. Todos tienen derecho a igual protección contra toda
discriminación que infrinja esta Declaración y contra toda provocación a tal
discriminación”.
La
única educación que evita actos de discriminación en las escuelas es la laica,
misma que se imparte a los niños que son hijos de padres católicos,
protestantes, judíos, ateos, etcétera, respetando –como debe de ser– la fe y
creencias religiosas de los alumnos. El deber de nuestros legisladores, y de
todos los que formamos parte de esta gran nación, es desarrollar actividades
que contribuyan a erradicar la discriminación y la intolerancia en materia de
pensamiento, conciencia, religión o convicciones. Trabajar en ese sentido es
coadyuvar a la defensa y consolidación de los derechos humanos y de los valores
democráticos.
@armayacastro
Este artículo fue publicado en el diario El Mexicano, el 11 de diciembre de 2012
No hay comentarios:
Publicar un comentario