Por Armando Maya Castro
El
día de mañana, con la ceremonia de clausura, llega a su fin el Sínodo de
Obispos, que del 7 al 28 de octubre reunió en el Vaticano a 262 prelados de
todo el mundo, con el propósito de celebrar el 50 aniversario de la apertura
del Concilio Vaticano II (1962-1965), y de preparar durante los días que han
pasado la pretendida nueva evangelización.
A
50 años del inicio del Concilio Vaticano II, conviene mencionar la
inconformidad que la asamblea conciliar ocasionó en algunos sectores
tradicionalistas minoritarios de la Iglesia católica. Tal es el caso de la
Hermandad Sacerdotal de San Pío X, movimiento cismático cuya doctrina se basa
fundamentalmente en el Concilio de Trento, y para la cual el citado Concilio
enseñó errores y “hay puntos que deben ser condenados porque contradicen
abiertamente la Tradición, el Magisterio Papal y de los anteriores Concilios de
la Iglesia católica”.
La
Sociedad de san Pío X fue fundada en 1969 por el arzobispo francés Marcel
Lefebvre, quien se opuso a las reformas del Concilio Vaticano II y al rumbo que
tomó la Iglesia católica después de éste, “particularmente en lo referente a la
formación de los sacerdotes y en el acompañamiento de la vida sacerdotal”.
Lefebvre pretendía que sus sacerdotes continuaran celebrando la Misa en latín,
según el rito tridentino, en uso desde el siglo XVI.
Para
1971, Lefebvre seguía negándose a celebrar misa en lengua vernácula, como disponen
las nuevas reglas del catolicismo. Sostenía que su negativa a aceptar las
disposiciones conciliares se debía a que durante los trabajos del Concilio
Vaticano II “dominaron los neoprotestantes y los neomodernistas”.
Aunque
Lefebvre manifestaba constantemente su adhesión al Papa, no dejaba de afirmar
que “la Iglesia, después del Concilio, se ha desviado de la ortodoxia: admite
el sacerdocio de los fieles, ha impuesto un nuevo rito para la Misa, la cual
deja de ser verdadero sacrificio para convertirse en Cena [y] reconoce el
derecho de todo el mundo de tener la religión que quiera” (Daniel Olmedo,
Historia de la Iglesia Católica, Porrúa, México, 1991, p. 705).
La
postura de Lefebvre en lo concerniente a la declaración sobre libertad
religiosa, que el Concilio Vaticano II dio a luz bajo el nombre de Dignitatis
Humanae, fue de oposición y rechazo. El prelado francés consideraba que tal
declaración comportaba una "ruptura de la tradición" y que en ella se
enseñaban doctrinas explícitamente condenadas por los papas anteriores.
Los
documentos papales del pasado demuestran que Lefebvre tenía razón en lo que decía, pues algunos de
ellos condenaban de manera categórica la libertad religiosa. En la encíclica
Quod aliquantum, publicada en 1791 como respuesta a la proclamación de la
Convención francesa de los Derechos del Hombre, Pío VI condenó "esa
libertad absoluta que asegura no solamente el derecho de no ser molestado por
sus opiniones religiosas, sino también la licencia de pensar, decir, escribir,
y aun imprimir impunemente en materia de religión todo lo que pueda sugerir la
imaginación más inmoral; derecho monstruoso que parece a pesar de todo agradar
a la asamblea de la igualdad y la libertad natural para todos los hombres.
Pero, ¿qué mayor estupidez puede imaginarse que considerar a todos los hombres
iguales y libres...?”
En
1832, el papa Gregorio XVI reafirmó dicha condena al sentenciar en su encíclica
Mirari vos que la reivindicación de tal cosa como la "libertad de
conciencia" era un error "venenosísimo". En 1864, el Syllabus de
Pío IX condenó los principales errores de la modernidad democrática,
particularmente la libertad de conciencia.
Marcel
Lefebvre temía que la Iglesia en lo sucesivo se comportara abierta y tolerante
con lo que el catolicismo ha calificado siempre como heterodoxia. Nada de eso
ha ocurrido en los últimos 50 años. Sigue habiendo dentro de la Iglesia romana
innumerables clérigos con un espíritu similar al de Lefebvre, que piensan que
el error no tiene derecho de existir y que en este mundo sólo hay lugar para el
catolicismo.
En
1970, Lefebvre fue suspendido en el ejercicio de sus funciones como obispo y
sacerdote por el papa Paulo VI. En 1988, el papa Juan Pablo II lo excomulgó por
su obra “Carta abierta a católicos perplejos”, y por haber consagrado,
ilícitamente, a cuatro obispos. En 1991, una queja de la Liga Internacional
contra el Racismo y el Antisemitismo (LICRA) provocó que fuera condenado “por
incitación a la discriminación y por difamación”.
Lefebvre
ya no está, pero la intolerancia que aprendió en las encíclicas papales
continúa viva entre sus seguidores. Ejemplo de ello es el obispo británico
Richard Williamson, quien fue expulsado de los lefebvrianos el pasado 4 de
octubre por “haberse distanciado de las autoridades de la Hermandad desde hace
años”, y por negarse a “mostrar el debido respeto y obediencia a sus
superiores”. Williamson cobró notoriedad en el mundo en el año 2008, luego de
negar la existencia de las cámaras de gases y de minimizar el número de
víctimas del Holocausto nazi.
La
intransigencia de Lefebvre sigue también viva en algunos sectores del
catolicismo, los cuales presentan la Dignitatis Humanae como prueba de que su
postura actual es de apertura y respeto a las libertades fundamentales, algo
que –por desgracia– no se ha visto reflejado en las acciones y declaraciones
del clero en los últimos 50 años.
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