Por Armando Maya Castro
Misa de apertura del Concilio Vaticano II |
El 25 de enero de 1959, el
papa Juan XXIII anunció la celebración del vigésimo primer Concilio ecuménico.
Desde su anuncio y hasta su apertura transcurrieron tres años, lapso en el que
se prepararon las propuestas que serían estudiadas y discutidas por los
conciliares. Por mandato de Benedicto XVI, los católicos del mundo celebran actualmente
el 50 Aniversario de tal acontecimiento.
La inauguración del Concilio
tuvo lugar el 11 de octubre de 1962, y continuó reuniéndose cada otoño hasta
diciembre de 1965. En este Concilio, que celebró 178 reuniones, y al que
asistieron 2.540 obispos de todo el mundo, se hizo una importante declaración
sobre libertad religiosa, de la que nos ocuparemos enseguida.
En la inauguración de la
segunda sesión del Concilio, celebrada el 29 de septiembre de 1963, se sometió
a debate el esquema sobre ecumenismo, cuyo objetivo es promover la cooperación
y la unidad entre las Iglesias “vinculadas al cristianismo”. El punto despertó
interés entre los no católicos, invitados al Concilio en calidad de
observadores.
En lo que concierne al
esquema sobre ecumenismo, que fue “preparado por el Secretariado para la Unión
de los Cristianos”, el arzobispo de Rouen advirtió que “no era un manual de
teología, ni un capítulo de Derecho Canónico”, y que “se trataba de formular un
documento sobrio y sanamente irenista, pastoral y nuevo por su contenido”.
Los capítulos del esquema
eran los siguientes: 1) Los principios del ecumenismo católico. 2) El ejercicio
del ecumenismo. 3) Los cristianos separados de la Iglesia. 4) Relación de los
católicos con los no cristianos y principalmente con los judíos. 5) Libertad
religiosa.
De los cinco temas sometidos
a debate, el que más impactó fue el de libertad religiosa. Algunos prelados de
España e Italia, identificados plenamente con el pasado intolerante de la
Iglesia católica, manifestaron desde el principio su más enérgica oposición.
El cardenal Arriba y Castro,
arzobispo de Tarragona, apuntó sin tapujos que “el esquema no era de su
agrado”. Dominado por un espíritu inflexible, “pidió que se introdujera una
exhortación a los “hermanos separados” para que se abstengan en absoluto de
hacer proselitismo entre los católicos”, solicitando, además, “que el esquema
fuese retirado”, bajo el argumento de que éste no contribuía al bien de las
almas.
Los dignatarios de la
Iglesia católica, que exigían se impidiera a los grupos no católicos realizar
proselitismo, eran muchos. Su postura intolerante se contraponía al derecho de
toda persona a “manifestar su religión o su creencia, individual y
colectivamente, tanto en público como en privado, por la enseñanza, la
práctica, el culto y la observancia”, tal como lo establecía –desde 1948– la
Declaración Universal de Derechos Humanos. Según puede observarse, la
Declaración que quince años antes había aprobado la Asamblea General de la
Organización de las Naciones Unidas carecía de importancia y valor para algunos
clérigos del catolicismo.
Para el escritor José Grau,
los clérigos contrarios al esquema de libertad religiosa eran unos cuantos,
pero con tal fuerza, que boicotearon, en repetidas ocasiones, a la mayoría de
los clérigos que se inclinaban en favor de ésta. Esta postura ocasionó que en
la segunda sesión del Concilio se malograra la aprobación de la citada
declaración.
En la tercera sesión del
Concilio —inaugurada el 14 de septiembre de 1964— se sometió a debate el
esquema sobre libertad religiosa, que fue impugnada nuevamente por los clérigos
conservadores, quienes exigían dicha libertad “para los católicos oprimidos en
países comunistas y en algunos de los nuevos pueblos afro-asiáticos”, pero “se
oponían tenazmente a concederla a las demás religiones”. Sostenían, como siempre, que la verdad es
exclusividad de la Iglesia romana, y que sólo ella “tiene derecho a
propagarla”.
El cardenal Miguel Browne,
uno de los contrarios a la libertad religiosa, señaló en una de sus
intervenciones: “La declaración, en su actual formulación, es inaceptable. Tal
declaración no es necesaria para la paz y la unidad de los pueblos. Es evidente
que los derechos de la conciencia individual errónea no se pueden parangonar
con los derechos de la conciencia individual recta. Juan XXIII no hablaba de la
norma de la simple conciencia, sino de la norma de la conciencia recta. Pío XII
en su alocución de 1946 a los prelados romanos, hablando de la justa libertad
de conciencia en la sociedad civil, apelaba al principio doctrinal inverso del
de la declaración. La libertad religiosa encuentra su fundamento no en los
derechos de la conciencia individual, sino en las exigencias del bien común”.
Browne estaba equivocado al
afirmar que la libertad religiosa no es necesaria para la paz y la unidad de
los pueblos. Desde luego que es necesaria, porque si el romanismo hubiera
respetado en la Edad Media los derechos religiosos de los albigenses y
valdenses a tener su propia fe, jamás se habrían producido las embestidas y
cruzadas que terminaron masacrando sin ninguna piedad a estos grupos. Cualquier
persona con sentido común sabe que, ahora como en el pasado, la verdadera
libertad religiosa sí contribuye a la paz y a la unidad de los pueblos.
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