Por Armando Maya Castro
A pesar de la protección
que le brindó a Marcial Maciel Degollado, fundador de los Legionarios de
Cristo, el papa Juan Pablo II será canonizado en los próximos meses. Será
elevado a los altares a pesar de que en su pontificado se presentaron diversas
expresiones de violencia religiosa en agravio de los grupos no católicos. En mi
columna de hoy intento demostrar la incongruencia entre su discurso de unidad
en la pluralidad con el proceder de los católicos bajo su pontificado.
A su llegada al Cairo,
el 24 de febrero de 2000, el papa Juan Pablo II pronunció un discurso en el
aeropuerto de la capital del país que actualmente se encuentra convulsionada
por la violencia: “Hacer el mal, promover la violencia y el enfrentamiento en
nombre de la religión es una terrible contradicción y una gran ofensa a Dios”.
Con estas palabras, el
polaco Karol Wojtyla exhibió a sus predecesores como ofensores de Dios,
reprobando tácitamente a la mayoría de ellos. Juan Pablo II sabía –como lo sabe
también el papa Francisco– que sus “infalibles” antecesores crearon la
inquisición, promovieron cruzadas, guerras santas y diversos enfrentamientos en
nombre de Dios y la religión.
En ese tiempo, muchas personas
que seguían las actividades y declaraciones de Juan Pablo II pensaban que éste era
un líder diametralmente opuesto a los hombres que le antecedieron en la
dirección de la Iglesia católica. Sin embargo, existen innumerables testimonios
que evidencian que el pontificado del polaco no se caracterizó por la
tolerancia hacia quienes disentían de la fe católica.
Tres días después del
discurso papal en la capital de Egipto, Karol Wojtyla, al pie del monte Sinaí,
hizo un llamado al diálogo entre cristianos, judíos y musulmanes. ¿Puede
considerarse dicho llamado una prueba fehaciente de que Juan Pablo II era un papa
tolerante al frente de una Iglesia de similar virtud? Veamos los hechos.
Desde Juan XXIII se ha venido
empleado una sutil estrategia orientada a recuperar viejas prerrogativas. Al
respecto, Ramón Martínez Zaldúa señala que “entre los procedimientos de lucha
tan antiguos como el mundo, la Iglesia católica ha mantenido el de dividir al
adversario para vencerlo”. Convencidos
de la efectividad de la máxima de Julio César: divide et impera (divide y
vencerás), los jerarcas católicos han realizado esfuerzos para fragmentar a
grupos religiosos compactos, cuyo progreso ha producido alarma y nerviosismo
entre los jerarcas eclesiásticos. Es entendible que con determinados grupos,
fuertes en su unidad interna, sus tácticas desestabilizadoras hayan fracasado.
Pero no ha sucedido así cuando el ataque ha sido dirigido a grupos cuyos vínculos
de unidad no son lo suficientemente fuertes.
En mi opinión, el ecumenismo
que promovió Juan Pablo II a lo largo de su pontificado no es necesario para el
acercamiento de las diversas religiones. El mundo no lo necesita. Lo que sí se necesita
es educar a los fieles en el respeto a otras formas de religión. En otras palabras,
lo que se necesita es una cultura de auténtico respeto –no de tolerancia– a lo
diferente.
¿Qué pretendía Juan
Pablo II al “reconocer” los graves
yerros de la iglesia católica en el pasado? Es evidente que con el discurso
papal se enviaba un mensaje al mundo: la Iglesia católica actual es distinta a
la Iglesia de la Edad Media y del Renacimiento; no adolece de aquellos males. ¿Cree
usted, estimado lector, que el papa ignoraba los eventos intolerantes que
protagonizaron muchos clérigos y miembros de la Iglesia católica a lo largo de
su pontificado? Por supuesto que no; por eso me parece delicado llamarles “errores
del pasado” cuando se trata de males que siguen teniendo presencia en nuestro
tiempo.
En el tiempo de Juan
Pablo II –quien pidió perdón a Dios y a la humanidad por los pecados eclesiales–
la intolerancia religiosa expulsó de diversas comunidades chiapanecas a decenas
de miles de evangélicos. En ese tiempo fueron reprimidos también innumerables
católicos que procuraban la depuración moral y doctrinal de su Iglesia. No
podemos hablar de una institución renovada cuando prevalecen actitudes de odio
y crueldad hacia personas bien intencionadas.