Por Armando Maya Castro
El gobierno del Distrito Federal acaba de emitir el
acuerdo por el que se fomentan y protegen los derechos de los niños en
Iztapalapa. El objetivo: eliminar la desigualdad en escolaridad, condiciones de
salud y tiempo libre. Para tal efecto, se instrumentarán mecanismos que
permitan erradicar la violencia y marginación de los y las niñas en esa
demarcación.
Este tipo de acciones merecen ser aplaudidas porque contribuyen
a erradicar los diversos tipos de violencia en agravio de los niños, lo que es
importante en un país como México, que llegó ocupar el primer lugar en violencia física,
abuso sexual y homicidios de menores de 14 años entre los países de la
Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económico (OCDE).
Los
siguientes datos, además de ser categóricos, revelan en dónde nos encontramos
en materia de violencia infantil. En el año 2000, se realizó un ejercicio de
Consulta paralela a las elecciones federales, en la que participaron 4 millones
de niños/as y adolescentes de 6 a 17 años. El “28 % de los niños/as de 6 a 9
años respondieron que son tratados con violencia en su familia y 32% en la
escuela” (Instituto Federal Electoral 2000).
Tres
años después, el IFE realizó una nueva Consulta, en la que participaron 3
millones de niños y adolescentes de 6 a 17 años. “Los niños de 6 a 9 años volvieron
a reportar cifras muy elevadas de maltrato” en el ámbito familiar: el 28% dijo
“me pegan”, el 14% dijo “me insultan” y el 3.5% dijo “abusan de mi cuerpo”.
Respecto a la violencia escolar, que se ha convertido en un factor determinante
de la deserción escolar, el 16% de los menores encuestados aseguró ser
golpeado, y el 3.5% dijo ser objeto de abuso sexual.
Tiene
razón Elena Azaola Garrido, autora del libro “Crimen, Castigo y Violencias en
México” cuando asegura que las anteriores cifras "resultan sumamente
elevadas y preocupantes pues representan casi una tercera parte de todos los
niños/as de 6 a 9 años del país". ¿Qué evidencia todo esto? Que la nuestra
es una sociedad que se encuentra sumergida en una profunda crisis de valores,
cuyas consecuencias sufren en mayor medida los niños y adolescentes.
Me queda claro que los atropellos que sufren los niños de
nuestro tiempo no se comparan con los registrados en la primera cruzada (1095),
cuando Pedro de Amiens (el Ermitaño) “arrasó a unos 10.000 niños, los cuales
pasaron terribles penurias y finalmente fueron aniquilados por el ejército
otomano”.
Tampoco se equiparan a las violaciones de los derechos
infantiles que se mencionan en “El Último Papa y el fin de la Iglesia”, libro
en el que Jorge Blaschke relata “la llamada Cruzada de los Niños, encabezada
por el pastorcillo de Vendôme, en Francia, quien agrupó a unos 30.000 niños y
jóvenes. Aquel tropel de niños cruzados embarcó en Marsella en varias naves,
sin saber que se trataba de mercaderes de esclavos que los conducirían a
Egipto, en donde serían vendidos a los sultanes propietarios de serrallos”.
Lo que hoy les sucede a los niños tampoco se compara con
algunos episodios de la Guerra Cristera, conflicto ocasionado por la
insatisfacción del clero tras la promulgación de la llamada Ley Calles, el 2 de
julio de 1926. A lo largo de aquella sangrienta lucha, se distorsionó y ahogó
la dignidad y libertad de muchos niños que, bajo el impulso de un fanatismo
sembrado, fueron incorporados y obligados a participar en esa absurda guerra.
En la página 35 del libro “Méjico Cristero” (escrito por Antonio Rius Facius),
se muestra una fotografía en la que aparecen varios niños, miembros de la
Asociación Católica de la Juventud Mexicana (ACJM), organización que tuvo una
participación activa y violenta en el conflicto armado que se desarrolló
principalmente en los estados de Querétaro, Michoacán, Guanajuato, Colima y
Jalisco, de 1926 a 1929.
Fue
en aquellos años cuando tuvo lugar un suceso que enorgullece a algunos apologistas
católicos. Me refiero al niño José Sánchez del Río, miembro de la ACJM de
Sahuayo, Michoacán, quien se incorporó a las fuerzas cristeras a la edad de 13
años. El 5 de febrero de 1928, en pleno combate, soldados federales mataron el
caballo de su jefe, circunstancia que llevó al pequeño José a ofrecer su
cabalgadura para que aquél escapara, considerando que la vida de su superior
era de más utilidad a la causa que la suya. El jefe cristero, en vez de
intentar salvar la vida del menor, salvó la suya, abandonando a merced del
enemigo al niño, quien al ver que su jefe emprendía la huida tomó el fusil y
comenzó a disparar contra el enemigo hasta que agotó sus balas.
El
Estado mexicano está obligado a trabajar más y mejor si busca impedir que en
nuestro país se vuelvan a repetir este tipo de violaciones a los derechos
humanos de los niños.
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